Nuestra sociedad, inmersa en el materialismo, se aferra con fuerza a efímeros placeres, divertimentos y distracciones a fin de olvidar la certeza compartida por todos los hombres, la muerte. Así, evitamos reflexionar sobre nuestra mortalidad y, por ende, sobre el sentido de nuestra vida, rehuyendo las trascendentales preguntas que Bécquer tan bellamente expresara: “¿Vuelve el polvo al polvo? / ¿Vuela el alma al cielo? / ¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno? / No sé; pero hay algo que explicar no puedo”.
Paradójicamente, al tiempo que evitamos ser interpelados por las más importantes cuestiones, vivimos rodeados de la cara más siniestra y perversa de la muerte. Esa, que aunque no se nombra, se ha impuesto, de diferentes formas y con gran descaro, en una sociedad seducida por el ocultismo, el morbo y lo siniestro al grado que son tendencia los tatuajes, las perforaciones, las vestimentas y los accesorios “adornados” con horribles diseños, entre los que resaltan las calaveras y todo tipo de adefesios, que hacen pensar que el siniestro Halloween es celebrado, por algunos, prácticamente todo el año. Mas ¿qué otra cosa podríamos esperar de una sociedad que parece alimentarse de la muerte y en la cual son comunes el aborto, la eutanasia, el suicidio, las sobredosis de drogas, la violencia física y verbal, los asesinatos y hasta la mutilación de miembros sanos del cuerpo?
Aunque, en gran parte, nuestro buenismo y apatía han permitido que en nuestra cultura penetre un intenso y pútrido olor a muerte, son en realidad pocas las cosas que nos enfrentan con nuestra propia mortalidad y es aún menos lo que nos invita a reflexionar en la vida eterna. Ya que no solo hemos sustituido el día de Todos los Santos por los espeluznantes disfraces, las escalofriantes decoraciones y los macabros trucos del infame Halloween; también hemos sustituido, con recuerdos sentimentaloides y pensamientos buenistas, los sufragios por las ánimas benditas del purgatorio, aun en el día en que celebramos a unos cada vez más olvidados Fieles Difuntos.
¿Para qué decir misas por un alma que, según asegura la gran mayoría, ya está descansando o ha pasado a mejor vida? No en balde, la enseñanza sobre el purgatorio es, actualmente, ignorada cuando no distorsionada por muchos católicos que lo consideran un lugar apacible y confortable, una especie de spa para la desintoxicación del alma. Además, rara vez se habla de la posibilidad de la condenación, por lo que se ha extendido la falsa, mas muy popular creencia, de la salvación “cuasi” universal que deja prácticamente vacío el lugar del llanto y crujir de dientes del cual Dante advirtiera: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”.
Sin embargo, ahora que, olvidadas las postrimerías, dirigimos todos nuestros esfuerzos, afanes y sacrificios a conseguir todo aquello que sabemos que, más temprano que tarde, acabaremos perdiendo, nos encontramos descontentos, angustiados y desesperanzados. El hombre, peregrino en esta tierra y creado para la eternidad, no puede satisfacerse con lo efímero y banal. Tampoco bastan, para aliviar la angustia existencial, las respuestas tan buenistas como vacías con las cuales intentamos tranquilizarnos las pocas veces que nos atrevemos, o tenemos, que enfrentarnos con la muerte.
Ya que, a pesar de saber que la muerte no es el final, tendemos a olvidar que es el momento decisivo en el que se nos abrirá una eternidad de bienaventuranza o una eternidad de desdicha. Ante esto, el sabio dicho Muerte, juicio, infierno y gloria ten cristiano en tu memoria nos puede a ayudar a recordar y mantener viva la perenne enseñanza de la iglesia sobre el juicio y la retribución divina. Esta, afirma que todo creyente y no creyente, después su muerte, comparecerá ante el Justo y Supremo Juez que nos ha advertido: “Velad, pues que no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13). Por ello es importante recordar que una vida enfocada a obtener los bienes y placeres de este mundo nos puede llevar a una muerte eterna. En cambio, una vida verdaderamente cristiana nos dará, a la hora de la muerte, el consuelo de haber amado a Jesucristo y de que, al haber sufrido todos los trabajos de esta vida por Su amor, habremos acumulado un tesoro en el cielo.
Aprovechemos este tiempo, que Dios nos otorga tan generosamente, para ofrecer oraciones, misas y penitencias por nuestros difuntos. Hagamos esto también por nuestros seres queridos que aún nos acompañan, especialmente por aquellos que viven como si Dios no existiese. Y nosotros sigamos el consejo de Santa Teresa: “Que tu mayor deseo sea ver a Dios, que tu mayor temor sea perderlo, que tu gozo sea la esperanza del Cielo y así vivirás con una gran paz.”
Que nuestro corazón, nuestra mente y todas nuestras obras apunten siempre al cielo. Y velemos, pues no sabemos el día ni la hora, procurando siempre vivir en amistad con Dios, de tal suerte que, a la hora de nuestra muerte, podamos decir como Santa Teresa de Lisieux: “No muero, entro en la vida".