Tenemos en nosotros el espíritu capaz de renovar el mundo. No es una frase bonita que pinta el mundo de color de rosa, sino una realidad eclesial, social y personal. Es en Pentecostés cuando celebramos este recordatorio que nos hace la Iglesia: somos renovados constantemente, con un espíritu siempre joven, el que nos confiere el Espíritu Santo, el Amor de Dios en sí mismo, a los hombres y a la Creación entera.
Por este motivo, muy al contrario de escondernos ante la masacre que vemos en el mundo actual, debemos renacer, que significa nacer de nuevo, resurgir. Porque hoy día parece que todo en sociedad sea un juego de tirar los dados o las cartas, todo echado al azar según nuestro antojo de cada momento. En palabras del nuevo arzobispo de Tarragona, monseñor Joan Planellas, en su alocución final en su toma de posesión del cargo el sábado pasado, quedó muy claro. Afirmó que “hemos de atrevernos a ser distintos, a mostrar otros sueños que este mundo no ofrece, a dar testimonio de la belleza de la generosidad, del servicio, de la pureza, de la fortaleza, del perdón, de la fidelidad a la propia vocación, de la oración, de la lucha por la justicia y el bien común, del amor a los pobres, de la amistad social”.
Como nos aconsejó el Papa Francisco en su homilía de la misa de la Vigilia de Pentecostés, eso es “abrir los ojos y los oídos, pero sobre todo el corazón... Entonces sentiremos dentro de nosotros el fuego de Pentecostés que nos impulsa a gritar” que nuestra “esclavitud ha terminado y que Cristo es el camino que conduce a la ciudad del Cielo”.
En este camino hacia la verdad de nosotros mismos, centrados en la Verdad, el Espíritu Santo tarde o temprano nos sopla al oído el quejido del que sufre, del pobre, del necesitado. Y nos impele a actuar. Nos impulsa para que nos pongamos en marcha hacia la verdad plena, que tiene la meta en nuestro nacimiento en la otra vida, la del Cielo.
Pero tengamos presente que este “nacer” en el Cielo es un nacimiento entre comillas, para entendernos humanamente, porque no es una segunda creación, sino una extensión continuación de esta que conocemos más o menos bien. Será, eso sí, en definitiva y definitivamente, una nueva manera de entender la vida: no en la carne, sino en el espíritu. Así nos será posible ver a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12; 1 Jn 3,2), y gozar de Él eternamente. “Spiritus iuventem facit Ecclesiam”: “El Espíritu hace joven a la Iglesia”, clama el lema episcopal elegido por el nuevo y flamante arzobispo. Pues, como él mismo afirmó en su alocución, “es por la fuerza del Evangelio que el Espíritu hace joven a la Iglesia. El Evangelio de Jesús, vivido con fuerza interior y compartido sin amagos, preserva del naufragio espiritual”.
Digamos que, dado que el exterior habla de lo de dentro, esa Buena Noticia que es el Evangelio nos libra de que haga su aparición el error, el pecado, que generalmente parte de la soberbia. Ella es el origen de todo mal y está en el fondo, muy en el fondo, en la raíz, también de este clímax al que parece que estamos llegando en nuestro mundo actual. Pero, no lo olvidemos, “todos somos compañeros de ruta, y no adversarios”, como aseguró el cardenal Juan José Omella en la consagración del nuevo arzobispo. En eso monseñor Planellas también convergió, y señaló que la ruta a seguir es, pues, el diálogo, expresado en “el trabajo ecuménico con las otras iglesias cristianas, también con el mundo científico, el mundo de la universidad, de la cultura y de los medios de comunicación”.
Escuchemos al Espíritu, y Él hará brotar de nuestro interior “torrentes de agua viva” (Jn 7,38). Sin duda, soplarán los vientos y batirán con fuerza y renovarán la faz de la Tierra, amamantándola, cuando caiga en sus brazos rendida de tanto voltear y herida de tanta lucha en vano. Será la apoteosis final. El resurgir. El nacer en Dios. Él nos espera.