Uno de los interrogantes que creo prácticamente todos nos hemos hecho alguna vez en la vida es si el ser humano vale la pena. Para un creyente la respuesta es obvia: por supuesto que sí.
El primer gran argumento en favor de esta respuesta nos la da el relato de la Creación del Génesis. En la narración de la Creación del primer capítulo del Génesis se nos repite varias veces que lo que estaba creando Dios era bueno (versículos 4, 7, 10, 12, 18, 21 y 25). Tan solo hay un cambio de acento con la creación del hombre: “Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” (v. 31).
Y en el Salmo 8 se nos dice sobre el Hombre: “Lo has hecho poco menor que Dios, le has coronado de gloria y honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos, todo lo has puesto debajo de sus pies” (vv. 6-7). Este salmo asocia a la gloria de Dios Creador la del hombre dominador, dominio que debe estar al servicio del mandamiento del amor.
Y en el Nuevo Testamento es el propio Dios el que se hizo hombre para redimirnos, salvarnos y abrirnos las puertas del cielo. Como decimos en el Credo: “Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen”. Si Dios se ha hecho hombre, es que sí merecemos la pena.
Nuestra fe tiene su origen en el momento en el que quien era para nosotros el Totalmente Diverso nos interpela e inicia con nosotros una relación de diálogo, con una Alianza que contiene por parte de Dios una promesa, que es esencialmente la buena nueva de la resurrección salvífica.
La fe cristiana es principalmente el anuncio del acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, siendo la resurrección de Cristo prenda, señal y garantía de mi propia resurrección, indicándoseme claramente que la resurrección es para todos, lo que me ayuda a descifrar el sentido final de mi vida y de la Historia. Creer en la resurrección de Cristo es entrar en la esperanza de la resurrección de los muertos, pues si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe (cf. 1 Cor 15,14), lo que hace que el sujeto de la fe sea no solamente yo, sino la Iglesia, es decir la comunidad de los creyentes.
Como creyentes hemos de unir la acción a nuestra fe. Nuestra acción temporal debe tratar de expresar nuestra fe en esta acción vivificada por la Palabra de Dios y al servicio de su Reino, Reino del que la Teología nos enseña que con la venida de Cristo ya se ha iniciado, pero todavía no ha llegado a su plenitud.
La dimensión del ya es la dimensión del presente, es decir, supone creer que el Reino de Dios se da ya en esta vida y en este mundo, aunque por ahora no se manifieste plenamente. Este Reino tiene una realización plena, escatológica, que no se realiza totalmente en el curso de la historia y es en consecuencia incompatible con toda síntesis prematura y totalitaria de paraísos terrenales que, curiosamente, acaban realizando auténticos infiernos. Pero a pesar que en la Historia se den ambigüedades, creemos que la Historia tiene un sentido sagrado, del que participa también la Historia profana, porque lo humano tiene sentido cuando está enraizado en lo divino. Y es que nuestra dignidad se encuentra en los valores eternos que el hombre va descubriendo en el curso de la Historia, valores que nos hacen verdaderamente libres (porque, como dijo Jesucristo, “la Verdad os hará libres”: Jn 8,32) y tienen como horizonte la esperanza escatológica religiosa.
La Historia se cerrará en el Juicio Final del Último Día, cuando se alcance la recapitulación de todo en Cristo (cf. Ef 1,10), recapitulación que consistirá en la llegada definitiva del Reino de Justicia, de Verdad, de Vida, de Amor y de Paz.