La rectificación de la Universidad de Sevilla con respecto a la viabilidad de que los alumnos pudiesen acabar sus exámenes aun estando copiando, fue más mérito del desquicio social que de su propia sensatez. La oportunidad de que un comité de alumnos y profesores deliberasen qué es una chuleta o qué no lo es, parecía más propio del día de los Santos inocentes. Esta concepción de las cosas connota muchas otras y alude a un sistema educativo desahuciado, agonizando desde hace ya varios años, como si el estado se hubiese propuesto reescribir unas Crónicas de una muerte anunciada, pero no con una voluntad literaria como la de Gabriel García Márquez, sino con la torpeza de un demiurgo indocto que intenta congraciarse con Dios sabe qué público.
El sistema es un antisistema desde hace muchos años. La LOGSE (Ley Orgánica General del Sistema Educativo), implantada por el gobierno socialista durante el curso 1993 y 1994, nacía con el ambicioso proyecto de aspirar a que todos alcanzaran sus metas, cada uno según sus capacidades, cada uno según su naturaleza. Se trataba de una comunión de saberes, de oportunidades, donde todos saldrían beneficiados, incluso los que aspiraban a la excelencia. Pero en realidad no fue así. La LOGSE nacía impresa desde despachos bastante alejados de las aulas donde parecían ignorar el estrés de un humilde y desquiciado maestro que no podría atender ni a tantas marchas, ni a tantos diferentes niveles de aprendizaje. Entonces la educación comenzaba a desvirtuarse, y el veneno del apocamiento y la flaqueza comenzaron a anidar en un sistema que satisfacía a la mayoría de los jóvenes. Una mayoría que aspiraba a terminar sus estudios recurriendo al mínimo esfuerzo.
¿Qué sucedió desde entonces? Pues un más de lo mismo, mientras la toxina de la laxitud educativa permitía que los alumnos pasaran de curso porque ya había repetido una vez. El nuevo Gobierno de José María Aznar no quiso – o no pudo – involucrarse en el problema y dejó que esta ley educativa continuase avanzando como un gigante cegado sobre toda una generación que, en su mayoría, ya adolece muchas carencias propias de esta organización académica. Cuando al final de su segunda legislatura el Partido Popular intentó llevar a cabo unas tibias e insuficientes reformas que reorientasen tan precario y obsoleto sistema, todos sabemos lo que pasó: un 11 de marzo de 2004 truncó la historia de España. Y de muchas cosas más. Entre ellas la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación) que la ministra Pilar del Castillo jamás llegó a ver aplicada.
Y nosotros tampoco, por supuesto.
El nuevo Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero también exhibió su puño de gigante de barro sobre la mesa del Ministerio de Educación, y en abril de 2006 se aprobaba la nueva Ley Orgánica de Educación, con el cese de la ministra María Jesús San Segundo pocas horas después. La LOE no solo nacía sin consenso, sino preñada de los mismos males que su predecesora. En su corazón, el proyecto de enseñar y evaluar en competencias, idea bien intencionada que trae muchas oportunidades de mejora para que el docente optimice su visión de la enseñanza. Sin embargo, carente de realismo, alejada del aula y llena de los mismos tópicos benévolos y cándidos que dotan al alumno español de una autonomía y una responsabilidad que no tiene.
El fantasma de lo no esfuerzo vuelve a cernirse una vez más sobre un sistema condenado desde hace ya muchos años.
Los valedores de esta nueva ley apuntan a una Europa que ya estudia con las competencias, donde se apuesta por la competitividad y la excelencia científica, donde se prioriza que el alumno sea competente en la materia, más que sepa un sinfín de memorizaciones. Y esto está bien, pero desde luego ni con los mismos medios educativos, ni con el mismo tipo de estudiantes, porque de esta manera continuarán abundando los incompetentes que se aprovechen de las veleidades del sistema. En otras palabras - y perdonen mi crudeza –, quizás en la Europa desarrollada no cuenten con tal número de vagos como nosotros, fruto de años de permisividad y facilidades en aulas numerosas.
Y es que nuestros alumnos son aquellos que saben que se les permite cursar segundo de Bachillerato con tres o cuatro asignaturas suspensas. Son alumnos como los andaluces, a los que desde este curso – a 3.144 para ser más exactos – se les paga 6000 euros anuales para continuar en Bachillerato o Ciclos Formativos. Son alumnos a los que se les otorga un guiño cuando copian y que, según el último estudio de Javier Elzo para la Fundación Santa María, llevan inserto el gen del la falta de esfuerzo y de la permisividad.
Estos son nuestros alumnos que, según los últimos estudios, sólo en un 10% aspiran a la excelencia. Y cada vez más desmotivados.
Estoy casi convencido del fracaso del sistema educativo. Estoy convencido de su despropósito ya arraigado en los años noventa. Una LOE donde se eliminan horas de Filosofía, asignatura que aspira a la profundización en el conocimiento – irreconciliable con el aborregamiento cultural en el que viven -; un sistema donde se introduce asignaturas laxas, dudosas y de fácil manipulación moral, social y política – me refiero a Educación para la Ciudadanía -; una ley que por supuesto continúa ahogando a la asignatura de Religión, inscrita en esa cruzada laicista que pretende educar sin espiritualidad, como si el hombre no hubiese sido espiritual desde los Nehardentales y los Homo Sapiens. Estoy convencido, insisto, que los dos partidos mayoritarios en este país deben sentarse a elaborar una ley indemne de política – nada de malabares, ni de alargamientos de bachilleratos -, que solo piense en los alumnos.
Estoy convencido de lo mismo que otros tantos docentes. Aludiendo a la famosa afirmación de Julio Anguita que rezaba programa, programa y más programa, yo os digo esfuerzo, esfuerzo y más esfuerzo. Pues, como tan bien apunta la Salvifici Doloris de Juan Pablo II, el sacrificio y el sufrimiento son parte de nuestra vida, y de nuestro crecimiento. Es tan sencillo como esto.
¿Llegarán nuestros políticos a entenderlo?