Hubo una época, según nos cuentan, en que los españoles cruzaban la frontera francesa para ver películas eróticas. Ignoro cuánto habrá de verdad y cuánto de leyenda urbana alimentada por la nostalgia en estas expediciones; pero siempre he sospechado que el número de españoles que aseguran haber asistido a una proyección de El último tango en París en la penumbra de un cine de Perpiñán está casi tan inflado como el de los que sostienen que participaron en las algaradas de mayo del 68. Había en aquellas excursiones un componente falsamente transgresor que disfrazaba sus ribetes chuscos: quienes participaron en ellas siempre podrán esgrimir la coartada política y presentarlas como un aspaviento de rebeldía contra la dictadura franquista. Ese mismo clima falsamente transgresor explicaría también la pujanza de aquel ‘cine del destape’ que siguió a la muerte de Franco; un cine que hoy sólo admite una contemplación ruborizada o enternecida. Fuera de aquellas coordenadas sociológicas en que floreció, el fenómeno resulta poco menos que ininteligible.
Aquella epidemia de caspa sexual me pilló demasiado niño, de manera que por imperativo cronológico no pude disfrutarla en plenitud. Recuerdo los carteles de aquellas películas ‘clasificadas S’, de títulos rocambolescos y calenturientos, que se proyectaban en los cines de barrio; y también las portadas de la revista Interviú, por las que iban desfilando las faranduleras y folclóricas entonces en boga, sacudiéndose la imagen más o menos pudibunda que arrastraban del franquismo. Todo este material más picarón o sicalíptico que estrictamente pornográfico tuve ocasión de repescarlo algunos años más tarde, en emisiones televisivas de madrugada que rememoraban con una mezcla de complacencia e hilaridad tiempos pretéritos. La impresión que me produjo entonces fue similar a la del niño que sorprende a sus padres susurrándose arrumacos, una mezcla de vergüenza ajena y condescendencia. Me producía estupor comprobar que aquel erotismo hubiese sido el combustible de las fantasías sexuales de la generación inmediatamente anterior; había en él un componente cutrecillo que daba grima. Y pensaba ilusamente que aquella era una época definitivamente superada y recluida en el desván donde se hacinan los cachivaches obsoletos.
Pero me equivocaba. La caspa sexual, lejos de desaparecer, ha experimentado un renacimiento que ya no explican las circunstancias sociológicas o coyunturas políticas… o tal vez sí. El disfraz que adopta esta nueva manifestación de la caspa sexual es más jocoso o festivo, más dicharachero y cotilla; a veces, se traviste incluso de ‘información desenfadada’. Pero, en el fondo, postula un destinatario igualmente reprimido e igualmente rijosillo. Uno enciende el televisor a ciertas horas de la noche y se tropieza, indefectiblemente, con una entrevista a un petardo o petarda que nos detalla con pelos y señales (sobre todo con muchos pelos) los avatares de su último romance de baratillo con otro petardo o petarda que mañana será entrevistado en el mismo programa, o con un reportaje en el que se nos revelan las depravaciones más refinadas o nauseabundas practicadas por los tarados de tal o cual capital babélica, o con una patulea de homínidos vociferantes en una casa escrutada por mil cámaras que se magrean y se susurran obscenidades en camas de sábanas resudadas, o con las declaraciones de tal o cual pedorra que acaba de inflarse las tetas o el culo y lo proclama orgullosa. Toda esta cochambre se presenta en un envoltorio festivo; pero bajo ese envoltorio se atisba el entendimiento de la audiencia como una chusma a la que conviene administrar una diaria sobredosis de bazofias decadentes para que no cambie de canal. Y, para que todo resulte más fétido e indecoroso, esta sobredosis de bazofias decadentes se entrevera con chirriantes profesiones de fe feminista u homosexualista, que los presentadores televisivos a cada poco insertan, aunque no venga a cuento, para quemar un poco de incienso en los altares de la corrección política. Dentro de veinte años, cuando alguien analice este fenómeno tal vez concluya que las profesiones de fe feminista desempeñan en nuestra época la misma función que antaño desempeñaban los aspavientos de rebeldía antifranquista: una maniobra de distracción que oculta la degeneración creciente de una sociedad. La hipocresía ni se crea ni se destruye; sólo se transforma.
Antaño éramos perros con bozal y traílla; ahora nos han convertido en perros de Paulov saturados de estímulos.
Publicado en XL Semanal.