En el evangelio de Marcos, Jesús empieza su predicación con estas palabras: "El reino de Dios está llegando. Convertíos y creed en el evangelio" (Mc 1,15). El proceso de conversión surge siempre por la iniciativa salvífica de Dios, salvación que se realiza por la muerte y resurrección de Cristo y supone nuestra reconciliación con Dios. Es Dios mismo quien efectúa esta reconciliación, al perdonar la culpa con su gracia, si bien debemos cooperar con nuestros actos: la contrición y el arrepentimiento, la confesión oral y el cambio de vida, significado por la satisfacción. La conversión supone, por tanto, reorientar nuestra vida en conformidad con los postulados morales de Jesús.
Pero es indudable que el estado de nuestra alma puede ser muy variable y que nuestra conversión debe adaptarse al estado moral de nuestra alma. Por ello creo que podemos hablar de cuatro tipos distintos de conversión; 1) la conversión fundamental, propia del pecador que vive en estado de pecado mortal, pero que, tocado por la gracia, se arrepiente de sus pecados y recupera la gracia; 2) la conversión cotidiana, propia de aquellos que viven una vida cristiana, pero sujeta a las faltas y debilidades cotidianas, por lo que con frecuencia deben dar pequeños volantazos al coche de su vida espiritual para mantenerla en la dirección adecuada; 3) la conversión de aquellos que en un momento determinado deciden seguir a Cristo con todas sus consecuencias; y 4) la conversión de la sociedad, que así como en un momento dado puede descristianizarse, también puede reencontrarse con Cristo.
Sobre la primera diremos que existe por supuesto la posibilidad de una transgresión grave de la ley moral que nos haga perder la gracia santificante y caer en pecado mortal. En el pecado mortal rechazamos de modo libre y consciente a Dios con plena advertencia, libre consentimiento y materia verdaderamente importante. Las tres grandes leyes de los discípulos de Satanás son, según el conocido exorcista padre Amorth: haz lo que te dé la gana, no obedezcas a nadie, sé tu propio Dios. Pero no nos olvidemos que, como nos dice San Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5, 20).
La oración por la conversión de los pecadores, en especial por los más próximos a nosotros, debe ser una de nuestras intenciones principales. La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios, que es quien nos da un corazón nuevo y la fuerza para realizarla. Dios desde luego quiere perdonarnos, pero no quiere forzarnos y necesita nuestro arrepentimiento. La conversión cristiana es a la vez don y tarea. Don, porque se debe a la iniciativa del amor divino; y es tarea, porque supone un fiarse de Dios y requiere generalmente un proceso y un esfuerzo continuado de respuesta. Los dos polos necesarios de esta conversión son la gracia de Dios y la colaboración voluntaria del pecador. Ahora bien, el modo normal de realizar esta conversión de vuelta a Cristo y a la Iglesia es por medio del sacramento de la Penitencia, que ha sido instituido por Cristo y que es el modo obligatorio cuando hemos incurrido en el pecado mortal.
El segundo tipo de conversión es el propio de aquellos que habitualmente viven una vida cristiana. Pero como dice 1 Jn 1, 8-9: “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia”. Aunque hayamos logrado evitar los pecados mortales, la confesión frecuente de devoción es sumamente benéfica en el plano espiritual como medio privilegiado en la lucha contra el pecado y como ayuda para la santificación, porque en este sacramento Dios nos da fuerzas para ir arrancando las raíces del pecado y nos ayuda a ser fieles a su Espíritu que nos conduce hacia la santidad. Además es una llamada de atención en nuestra vida espiritual, que puede evitar por una parte que el cansancio y la rutina se adueñen de ella y por otra es un empujón para llevar adelante y mejorar en la calidad de nuestra vida espiritual. Este uso de confesar los pecados veniales ha sido calificado por el Concilio de Trento como “práctica de los hombres piadosos” (Denzinger, 1680 y 1707; Denzinger, 899 y 907).
El Ritual de Penitencia (n. 7) nos dice: "A quienes caen en pecados veniales, experimentando cotidianamente su debilidad, la repetida celebración de la Penitencia les restaura las fuerzas, para que puedan alcanzar la plena libertad de los hijos de Dios".