Cuando yo era adolescente, me rondaba por la cabeza escribir contra la obligatoriedad del casco de la moto una carta al director. Su uso se impuso cuando yo tenía 13 años, o sea, una edad estupenda para hacerse objetor y anarcolibertario. Entonces no tenía columna de opinión, pero escribía alguna carta al director prevocacional. La idea que me bullía en la cabeza bajo el casco era la nula legitimidad de un Estado que se lucraba con los impuestos sobre el tabaco y que estaba a las puertas de aprobar el aborto. ¿A cuenta de qué ese repentino y prescriptivo interés en mi seguridad individual?
Me resistí durante varios años al uso del caso y me cascaron multas que reclamé con diversa fortuna, pero jamás escribí aquella furibunda carta al director. Fuese o no legítimo el Estado («¿Nos pondrán también una multa por no bajar las escaleras con la manita en la barandilla?», me preguntaba retóricamente), decidí que no era prudente animar a nadie a ir sin casco en moto. No quería cargar yo sobre mi conciencia con ningún accidente por un prurito de principios abstractos.
Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma. Mis artículos los leen amablemente (ustedes los que han llegado ya a este tercer párrafo, me refiero) y yo se lo agradezco. Pero ya he asumido que no cambian su conducta. Ustedes votan luego lo que les da la gana, me llevan la contraria con pasmosa tranquilidad y me recriminan que me he equivocado en esto o en aquello. Mejor que mejor. Así puedo ya despotricar tranquilamente contra la obligatoriedad del casco, con la seguridad de que ustedes no perderán la cabeza por mi prosa.
Mi argumento es que un Estado que aprueba la eutanasia no tiene fuerza moral para obligarnos a llevar casco o cinturón de seguridad o mascarilla ni para confinarnos. ¿No cabe que yo, ciudadano responsable, asuma que una muerte digna para mí es la que emane de una vida libérrima? A ver qué diferencia sustancial hay entre una inyección letal y una ruleta rusa, si en ambos casos me da la gana y en ninguno afecta a un tercero.
Yo, por supuesto, creo que la vida es un bien superior que hay que cuidar con la máxima responsabilidad. Incluso ya me pongo el casco siempre. Pero porque me lo exige una ley moral y el derecho natural, no una ley administrativa de unos entes políticos que protegen o desprotegen o incluso subvencionan muertes según variables intereses ideológicos y económicos.
Publicado en Diario de Cádiz.