Gracias a los medios de comunicación, podemos seguir al Papa Francisco no solo en sus homilías, audiencias y otras intervenciones públicas, también podemos hacerlo en actos que conllevan un especial recogimiento, como unos ejercicios espirituales. Este año he llevado mi oración y mis reflexiones a los textos de las predicaciones de los ejercicios a los que ha asistido el pontífice. Han sido en Ariccia, cerca de Castelgandolfo, y los ha impartido el benedictino Bernardo Gianni, prior de la abadía de San Miniato en Florencia.
Todavía recuerdo que mi primera impresión de esta ciudad italiana, cruzada por el río Arno, fue en la colina de San Miniato, junto al monasterio del mismo nombre, un edificio del singular románico toscano, que ha celebrado recientemente su milenario. Lleva el nombre de un mártir armenio del siglo III que llegó hasta allí. La vista desde San Miniato no se olvida fácilmente.
La belleza y una profunda serenidad se funden en la contemplación de, entre otros edificios, de la catedral de Santa Maria del Fiore, con la impresionante cúpula de Brunelleschi, cima de la arquitectura occidental. Las bellezas naturales y artísticas se han unido en este lugar, donde llego a pensar que la ciudad de Dios y la ciudad de los hombres no son tan antagónicas. No es extraño que la colina y la abadía de San Miniato ejercieran un especial atractivo en aquel inolvidable alcalde de Florencia de mediados del siglo XX, Giorgio La Pira, un político camino de los altares.
El Papa Francisco ha buscado unos ejercicios espirituales y un predicador que pongan en primer término la ciudad, un tema muy querido desde sus tiempos de arzobispo de la gran megalópolis llamada Buenos Aires. Sale así al paso de quienes identifican la ciudad como símbolo del mal y del pecado, una nueva versión de Sodoma y Gomorra, y contraponen, sin pensarlo demasiado, la vorágine urbana a una vida rural excesivamente idealizada. Olvidan, sin embargo, que es en una ciudad, la Jerusalén celeste, donde, según el Apocalipsis, se alcanzará la plenitud de la historia.
Recuerdo que, incluso en el Antiguo Testamento, Dios se compadece de la ciudad. Tal es el caso de Nínive, donde envía al profeta Jonás, y que era una ciudad inmensa, pues hacían falta tres días para atravesarla. Y Nínive se salvó de la justicia divina, pese a que Jonás consideró que debía haber recibido un justo castigo por sus pecados.
El abad Gianni ha dicho en los ejercicios que San Miniato es “un lugar de la geografía de la gracia”, una prueba de que Dios también habita en la ciudad. A muchos la ciudad les parece un desierto de soledad e incomunicación, en el que todos caminan deprisa, sin apenas cruzarse la mirada. Pero la clave de todo, según el benedictino, está en la mirada, una mirada sobre el aparente desierto de la ciudad. Una mirada de gracia, que es a la vez de gratitud y de fe, capaz de inspirarle una nueva vida. La ciudad parece asemejarse a un conjunto de cenizas, y esas cenizas tienen que reanimarse. ¿Cómo encender otra vez el fuego? El prior de San Miniato nos dice que solo a través de una mirada suscitada por el Espíritu Santo, una mirada de contemplación. El fuego que tiene que reavivarse es el fuego del amor”.
En los ejercicios se ha recordado una frase del místico medieval Ricardo de San Víctor: “Donde hay amor, hay una mirada”. Esa mirada es la de Dios, que tiene un rostro de misericordia, pero a nosotros nos corresponde prestarle ese rostro en la tierra. Esto me ha recordado el título de una novela alegórica de C.S. Lewis, Mientras no tengamos rostro, que un amigo editor se esforzó en que se tradujera por primera vez al español. Si nuestro rostro se asemeja al de Cristo, será un rostro de misericordia. Los evangelios nos hablan de la mirada de Jesús al joven rico, a la adúltera, a Zaqueo, entre otros muchos.
Y los ejercicios finalizaron, como habían comenzado, con una invitación expresa del abad de San Miniato al Papa Francisco y sus acompañantes para visitar su monasterio y contemplar desde la colina la belleza de Florencia. Esa belleza va más allá de las murallas del siglo XIV, de sus plazas, iglesias y palacios. Tenemos que saber mirar con atención para ver más allá de los monumentos, y no contagiarnos de la fatiga del turista apresurado, que nos recuerda Stendhal. A este respecto, es oportuna la lectura de Evangelii Gaudium: “El Evangelio es levadura que funde toda la masa y la ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a todos los pueblos” (237). La alegría del Evangelio debe iluminar a la ciudad, pero es una alegría para transmitir a rostros, a personas concretas.
Hemos tenido ocasión de meditar, al mismo tiempo que el Papa, unos ejercicios espirituales en los que se han unido la ciudad de Dios y la de los hombres. Bien podría completar esta meditación, una oportuna cita bíblica: “El hermano que ayuda a su hermano, es como una ciudad amurallada” (Prov 18, 19).
Publicado en COPE.