Por fin lo entendió. Mariano suspiró y miró agradecido al enorme Cristo crucificado con quien hablaba cada día. No tuvo ninguna duda que había sido Él -o el Espíritu Santo, eso no le importó demasiado- quien le había abierto su alma para entender cómo podía ser.
Desde que tenía uso de razón había recibido una educación religiosa propia de la época. Bienintencionada, sin duda. Una llamada a la heroicidad que enaltecía corazones. Hombría, castidad, fuerza de voluntad, caballerosidad, generosidad… recordaba cómo llegaba de animoso a su casa después de cada retiro espiritual, pero el buen ánimo se transformaba en tristeza con el primer pecado y la tristeza le llevaba a abandonarse y considerarse un fracasado. Y ahora entendía que en esa época sobró mucho yo -débil- y faltó mucho Él.
¿Cómo podía vivir la vida que Él deseaba para mí si yo ni Le conocía?, se preguntó.
Décadas después, Él se hizo presente en una pequeña capilla. Era de noche. Estaba frente al sagrario. No hacía nada. Sólo estar. Jesús, él y sus preocupaciones. Sabía que allí estaba Él, pero no sabía rezar. Y ocurrió sin más. Su alma fue envuelta en una paz que jamás había experimentado. Elevada, amada, dulcificada. Todo lo que le preocupaba desapareció. En esa experiencia de paz y dulzura fue consciente -sin necesidad de escucharlo- de que Jesús le amaba de manera inimaginable.
Pero a pesar de esa experiencia su vida seguía igual, “abonado a casi todos los pecados capitales”, como recuerda siempre. Los años pasaban -una incipiente calva se lo recordaba cada mañana al peinarse- y al menos era consciente de lo que le ocurría, pero no salía del círculo de pecado y tristeza en el que estaba inmerso. ¡Se sentía tan inútil!
Pasaron algunos años y el péndulo de los tiempos y sus modas se movió al otro extremo. Ya no había llamada a la lucha por la santidad, al esfuerzo ni al sacrificio. Jesús ya nos había salvado con su muerte y Dios ya no nos pedía esfuerzo alguno. Pecado e infierno fueron palabras desterradas de los púlpitos. Desde su micrófono parroquial, don Avelino, su cura de siempre, afirmó que no pasaba nada si se comulgaba en pecado mortal; que ya habría tiempo para confesarse. Mariano exclamó para sus adentros un '¡Joder con don Avelino!', pero no se movió con el péndulo. Entre don Avelino y San Pablo con su “quien comulga en pecado comulga su propia condenación”, este último le ofrecía más garantías. También le ayudaba leer las palabras de Jesús hablando del juicio, del cielo y del infierno. Palabras muchas veces duras y contundentes. Y para qué hablar de las historias de tantos santos martirizados por no renunciar a la fe en Jesucristo y su iglesia. Tontos exagerados, para los nuevos tiempos de la Iglesia católica.
Pero ¿cómo ser santo siendo tan débil?
Y ocurrió lo que ocurre siempre, el zarpazo del dolor. Su alma fue aplastada cuando le llamaron del hospital para informarle del accidente. Su mujer y dos hijos. El dolor era insoportable y se desmayó. Dos días después abrió débilmente los ojos. Estaba en la cama de un hospital. Su hermana Leonor le cogía cariñosamente la mano y esbozaba una sonrisa forzada. Allí se quedó hasta que le dieron el alta y ella le acompañó a su casa. Al traspasar la puerta se encontró con una oscuridad y un silencio inaguantables. Se duchó, apagó su móvil lleno de llamadas y mensajes sin contestar, cogió las llaves del coche y se fue donde rezaba más y mejor, al campo.
Caminaba cabizbajo intentando disimular sus lágrimas cada vez que se cruzaba con algún senderista. No tenía odio, no alzó el puño al Cielo. Sólo un dolor infinito. Se sentó en una piedra junto la orilla del Manzanares.
"Padre, este dolor es demasiado, no puedo con él. No puedo con mi vida, que he intentado dirigir y mira dónde estoy. Te quiero, pero quiero quererte con toda mi vida, no solo con palabras. Por favor, toma mi vida, te la doy entera, es tuya. Transfórmame. Hazme de nuevo. Yo no puedo nada, nada, y Tú lo puedes todo. Me fío de Ti".
No hubo ningún milagro aparente en ese momento. Volvió a casa igual de triste que salió, pero hoy, después de varios años desde el accidente, puedo afirmar que Dios aceptó el corazón de Mariano y lo transformó lentamente. ¡Vaya si lo transformó! Por cada lágrima entregada, cada noche de insomnio y cada soledad puestas por Mariano a los pies de la Cruz, el Señor le ha dado tantas gracias y dones espirituales que casi no le reconozco. Ahora es un hombre profundamente bueno, amable, con paz donde sólo había guerra y amor donde sólo había pasión. Y es consciente de que todo es obra del Señor y de que él únicamente se ha fiado de Él y se ha dejado moldear. Aún tiene camino que recorrer, pero ve luz al final en lugar de la oscuridad de antes. Y es mucho más feliz. ¡Por fin!
A mi amigo Mariano, con agradecimiento por dejarme contar su historia, y a todos aquellos cristianos que, a pesar de su pecado, se toman la santidad muy en serio. ¡Nosotros no podemos nada, pero Dios lo puede todo!