Jesús Obrero es un parroquia del barrio de Simancas, de Madrid, parte del Gran San Blas, famoso sobre todo en otras épocas por su movida social en el que drogas y otras lacras y secuelas daban un tinte inquieto y subversivo a su vivir cotidiano. Cuando a mí me destinaron a ella por los años ochenta más de uno me calificó el barrio comparándolo con el Bronx de Nueva York, deseándome mucha suerte. Sí, es cierto, hubo de todo.

Pero hoy no va de eso. A mí me sacaron de allí al poco tiempo y he hecho otros recorridos pastorales durante años por otros lugares. Desde el año 2009 he permanecido fijo aquí de nuevo. Esto ya no se parece nada a lo de entonces. San Blas ha sido colonizado por el progreso y se ha trasformado, en parte, en un barrio residencial. La droga callejera, robos y algaradas ya no están a pie de calle. Más bien es un barrio tranquilo donde la gente vive a gusto.

En la parroquia colaboramos cinco sacerdotes dominicos. Cuatro de ochenta para arriba y el párroco, también dominico, un birmano en plena vida, con sus 35 años capaz de llevar él no solo una parroquia sino todo lo que se le ponga por delante. También es capaz de agotar las existencias de arroz de cualquier tenducha de los alrededores, si tiene hambre. Esto lo digo porque el otro día tuvimos una discusión en la comida. No virulenta pero sí profunda.

El sábado 18 de junio beatificaron en Sevilla a 27 mártires dominicos de la guerra civil entre los que están los de Almagro, más conocidos. Uno de los cinco frailes decía que él no creía en eso, porque la conducta de muchos de ellos no era modelo de nada y que pensaba que había mucho de tongo e influencia. Nos contó el caso de Peñalver, de un superior que mandó quedarse a los frailes en el convento y él escapó. Todos los que quedaron murieron y ya están beatificados en otra tanda anterior, mientras que él siguió vivo. Había mucho silencio en la mesa, signo de poco acuerdo.

Yo le dije: ¿y… qué? ¿Qué nos quieres decir con eso? Simplemente ese superior no estaba en la lista, no estaba designado, no había sido elegido para morir esta muerte por Jesucristo, pero los demás, sí. El martirio es una gracia que Dios da a quien quiere y como quiere. Una gracia difícil de tragar pero soberana y gratuita. Santo Domingo la buscó toda su vida y no le fue dada, mientras que unos humildes frailes en el siglo XX, cuando la Orden no estaba en sus mejores momentos, la recibieron, a lo mejor sin buscarla. Murieron por odio a la fe en Jesucristo. Lo de menos son sus obras. Quizás no tuvieron una gran santidad individual, pero murieron con una enorme santidad eclesial. El Señor tal vez los eligió como frailes solo para esa muerte. ¿Te parece poco? Fue su carisma, su misterio, su gracia.

Precisamente uno de los nuevos beatos fue hijo de una mujer de Tejerina, mi pueblo. Fernando de Pablos Fernández. Yo conozco perfectamente a su familia. En ella siempre hubo suficiente piedad para fabricar un mártir, pero esa no es la cuestión. Estamos en la gratuidad. Él, el mártir, era un hombre bueno que hizo la carrera de magisterio al estilo de la época y tuvo escuela en propiedad en varios pueblos del contorno. Estando en éstas se sintió llamado y entró en la Orden dominicana. A pesar de estar preparado para estudios superiores quiso continuar de cooperador, los llamados legos, toda su vida, lugar que entonces era de mucha humildad. Podía haber hecho obras más brillantes en la vida pero estaba reservado para algo superior y distinto. Juzgar por las obras a los demás es usurpar los derechos de Dios. Fue fusilado por creer en Jesucristo el 10 de agosto de 1936 en Almería a los sesenta años. Fue enterrado en una fosa común sin que se hayan podido identificar sus restos. Su madre, tía Angela, ya había muerto pero no le hubiera costado mucho entender la muerte de su hijo.

Al día siguiente yo fui feliz en la trasmisión de la ceremonia desde la catedral de Sevilla. Simplemente porque Dios es Dios y sus dones no están a la venta ni los puede comprar nadie. Daba gloria a Dios porque el don de fortaleza que él infunde en sus mártires es el supremo testimonio y de más calidad que todo lo que podamos realizar con alguna otra obra buena. Esto siempre lo ha dicho la Iglesia. Ninguno de los mártires lo mereció por méritos personales o por alguna de sus obras, sino que les fue dado de una manera totalmente gratuita por la sangre de Jesucristo, a quien no se pueden pedir cuentas. Han beatificado a muchos mártires de la guerra de los que no estamos haciendo suficiente aprecio porque mezclamos todavía demasiado la política y la vida cotidiana con una gracia, la suprema de todas, culmen del don de fortaleza y donde más se asemeja un cristiano con Jesucristo. Nuestro defecto más grave es que desde la teología de la retribución pensamos que uno se salva por sus obras y méritos y no por la sangre gratuita de Jesucristo.

Nos viene muy bien a todos este tratadito de humildad porque lo nuestro es racionalizar y dar prestancia a lo que se valora en este mundo. Cotizan más los grandes personajes, los grandes profesores o predicadores, los que han ocupado cargos importantes, los que iniciaron corrientes nuevas de pensamiento y han hecho progresar el aburrimiento de los siglos hacia cotas de mayor relumbre. Lo mismo sucede en el arte e, incluso, en la espiritualidad. En épocas de grandes competencias, como la nuestra, el fraile humilde y sincero siempre necesitará una buena dosis de Espíritu Santo para alabar mucho a Dios porque las críticas helarán su corazón. A mí no me cabe la menor duda de que fueron preparados los días antes de morir con una acción profunda del Espíritu en sus corazones; tiene la costumbre de hacerlo.

Días más tarde, cuando casi ya se han pasado los ecos de la ceremonia, en Jesús Obrero algunos todavía seguimos dándole vueltas al asunto. Lo que más nos está llamando la atención es la comparación de estos mártires con Santo Domingo de Guzmán. Lo vemos como caso teológico. Nuestra tendencia es darle mucha más resonancia a todo lo de Santo Domingo que a lo que pudiera hacer un pequeño y humilde fraile del siglo XX sin obras especiales que exhibir. Ni siquiera su martirio se considera como obra y mérito suyo, mientras que lo de Santo Domingo, sí. Sin embargo teológicamente el problema no está nada claro.

El supremo acto de caridad se da en el martirio. Es demasiado pensar que nuestros mártires fueron simples víctimas políticas de una época de turbulencia sin que se enteraran de nada, cuando muchos de ellos murieron perdonando y sin contraviolencia física: como cordero llevado al matadero. ¿Fueron elegidos como los niños asesinados por Herodes en Belén? ¿Cuánta conciencia es necesaria para ser testigo de Cristo? ¿Quién conoce la profundidad de estos mártires sobre todo en los últimos días y horas? ¿Quién le puede quitar al Espíritu Santo el máximo protagonismo en esos momentos? Estamos en la dimensión de la fe. Esto es como la Iglesia, o se cree en ella o no se cree.

Santo Domingo de Guzmán buscó toda la vida la gracia del martirio pero no se le concedió; al contrario, murió en la cama rodeado de gran cariño y veneración. También morir con hermanos es una gracia enorme, pero no del calibre del martirio. Estos pobres y humildes mártires del siglo XX no murieron en la cama sino entre las vías del tren, fusilados en plena calle, cazados como alimañas en algún refugio. Sufrieron la mofa de la gente como el mismo Cristo y más de uno agonizó en la plaza, herido y despojado, padeciendo el escarnio y la burla de la crueldad atea. Todo ello perdonando y proclamando al estilo de la época con el grito de: “Viva Cristo Rey”.

No hago estas consideraciones, como podéis imaginar, para rebajar a Santo Domingo sino para enaltecer a muchos testigos cercanos a Jesucristo de nuestra época. No le quito ni un ápice ni una brizna de amor a Santo Domingo, pero no tenemos derecho a infravalorar lo que tenemos tan cerca. No digo de Santo Domingo solo, sino de toda la Edad Media. No hay en toda ella testigos de Jesucristo como los del 36 en España. Valoro todas las disciplinas, flagelos y cilicios que resonaron en los monasterios medievales pero me inclino ante la gracia del humilde fraile o monja que muere en las calles de Madrid o Guadalajara entre el desprecio de la multitud, como el mismo Cristo en su subida al Gólgota.