Ahora que han pasado años de aquel atropello ya podemos decirlo sin ambages. Todas aquellas medidas alucinantemente vejatorias que nos impusieron durante la plaga coronavírica, con enloquecedores arrestos domiciliarios, toques de queda arbitrarios, utilización demente de mascarillas en espacios abiertos, distancias de seguridad arbitrarias, imposición de pasaportes para asegurar el rastreo de la población dócil y estigmatizar a la rebelde y demás prohibiciones desquiciadas fueron un experimento biopolítico. Todas aquellas consignas aberrantes que impusieron los gobiernos y propalaron los loritos sistémicos no tenían otro objeto sino convertirnos en papilla humana genuflexa y temblona.
Pero nada de esto hubiese sido posible sin un eclipse de la conciencia moral, sin un desvanecimiento del sentido común. Nuestros gobernantes instauraron un reino del absurdo, una suerte de distopía grotesca; pero ellos no son absurdos ni grotescos, son malignos. Y el mal actúa siempre a impulsos de una oscura lógica. Con aquellas medidas anhelaban crear en nosotros un shock que nos hiciera extraviar toda certidumbre y desactivara nuestro pensamiento racional. Los manipuladores sociales saben perfectamente que basta aislar al ser humano para convertirlo en un gurruño de plastilina maleable. Estas técnicas de manipulación y aislamiento mental, tan típicas de las sectas, son las que entonces emplearon con nosotros. Y les funcionaron maravillosamente.
Muchos ilusos piensan que estas técnicas de manipulación mental son propias de las antañonas ideologías totalitarias. Pero lo cierto es que ningún régimen político las ha implantado tan eficazmente como la democracia. Nuestra sensibilidad cobarde se estremece ante las torturas físicas que molturan los cuerpos; pero es mucho más cruel y nefanda la tortura de los espíritus, que nos vuelve insensibles y rígidos (o sea, fanáticos). El miedo nos priva de toda capacidad de reacción racional, porque pensar se vuelve de repente peligroso. Y así, se logra ese estado de estupor o 'coma moral' en el que las personas se convierten en marionetas; un estado más contagioso que cualquier virus.
Aquel experimento fue un rotundo éxito, que se coronó con la aceptación gustosa de las terapias génicas, una nueva y aséptica versión del derecho de pernada, que permitía al señor invadir los orificios de sus siervas, desflorándolas. Entonces nos invadieron los genes, provocándonos ictus y trombosis, infartos y turbocánceres; de este modo el "pacto social" del malvado Rousseau se convirtió en plena donación corporal. Y así se alcanzó el último finisterre de la biopolítica: la conversión del ciudadano en paciente, objetivo prioritario de los psicópatas, tal como intuyó genialmente Philip K. Dick: "No puede haber nada potencialmente más peligroso que una sociedad en la que los psicópatas dominan, definen los valores, controlan los medios de comunicación… Van a convertirnos otra vez en pacientes".
Publicado en ABC.