El final de un año y el inicio de otro siempre son momentos fuertes donde el espíritu está más propicio para acoger sanos propósitos. Es verdad, tantas otras veces no hay que esperar a entonces pues el deseo de mejorar y crecer, o de salir de la rutina y la tibieza, puede llegar en cualquier momento: a través de un consejo oportuno, de un testimonio inesperadamente elocuente, de unas palabras de aliento que hacen madurar las decisiones para lograr una mayor perfección cristiana en la vivencia concretísima de una virtud a alcanzar o de un vicio a extinguir.
 
Sin embargo, aun teniendo claro el objetivo y las fuerzas anímicas y físicas para llevarlo a cumplimiento, muchas veces dejamos esa transformación «para después». Sucede lo que en los versos finales de aquel famoso soneto de Lope de Vega: «Mañana le abriremos, respondía, / para lo mismo responder mañana».
 
Un propósito de vida nueva debe hacerse obra inmediatamente, sin dilatarse. Todo lo bueno, si es bueno, viene de Dios. De ahí que todos esos buenos planes de vida sean como un «concebir» a Jesús que se hace cercanía y aliento para un feliz cumplimiento de todos los sanos y provechosos propósitos. Sí, cuando acogemos la voz del Espíritu Santo que nos mueve al bien, «concebimos» a Jesús en el alma. Pero si sólo es «concebido», pero no alumbrado, el propósito se convierte en un aborto espiritual de los que, más de lo que imaginamos, suelen poblar el mundo.
 
De ahí que no debamos detenernos pensando en llevar a cabo la transformación de nuestra vida en un futuro que no sabemos si tendremos, sino en el presente del cual sí disponemos. Esta es la clave: vivir el presente, aprovechar el presente, también y sobre todo para llevar a la práctica todas esas inspiraciones que vienen de Dios y que buscan hacernos mejores cristianos, mejores seres humanos.