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En dos mil años sólo dos Papas han cruzado el Tíber para entrar en la Sinagoga de Roma. Uno era polaco y entre sus compañeros de pupitre y de juegos había muchos judíos de los que siguió siendo amigo hasta la muerte. El otro es alemán, de la misma tierra en que surgió la ideología terrible que pretendió extirpar a los hijos de Abraham de la faz de la tierra. El domingo el Papa Ratzinger escribió otra página para la historia, cuando se presentó en la Sinagoga como humilde sucesor del hebreo Pedro de Galilea.
Miraba con esos ojos mansos y penetrantes, casi de niño. Miraba sabiendo que misteriosa e injustamente imanta sobre su persona una cuota de los recelos atávicos del mundo judío hacia la Iglesia católica. Él, que ha dedicado sus mejores energías intelectuales a profundizar en la raíz judía de la fe cristiana, él, que ha desentrañado como nadie la ponzoña de la idolatría nazi, sabe que despierta fantasmas, especialmente tras la revocación a los obispos ordenados por Monseñor Lefébvre y tras la firma de las virtudes heroicas de Pío XII. Sabe que escrutarán con lupa cada línea de su discurso pero no se deja llevar por un cálculo mezquino, quiere un encuentro a corazón abierto. Está seguro de que no son las maniobras y astucias de los hombres las que hacen posible este momento, sino el Hésed de Dios, su misericordia que ha establecido una historia en la que judíos y cristianos no pueden prescindir unos de otros.
Primero viene el homenaje silencioso a las víctimas de la Shoá: como en Auschwitz, como en Yad Vashem. ¿Cómo es posible olvidar las lágrimas y la desesperación de aquellos hombres, mujeres y niños, sus rostros y sus nombres? Le muestran a unos pocos supervivientes del gueto de Roma y el Papa en pie los aplaude, rompiendo un hielo de siglos. Algunos no pueden evitar las lágrimas, pero esta vez son de alegría. Benedicto XVI repite lo que dijo en el campo de Auschwitz: «Los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad y en el fondo, con el aniquilamiento de este pueblo, pretendían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando sobre el Sinaí estableció los criterios orientativos de la humanidad que permanecen válidos eternamente». También subraya el dolor de la Iglesia por aquellos hijos suyos que con sus faltas han podido favorecer las heridas del antisemitismo y el antijudaísmo, y pide que estas heridas sean curadas para siempre.
Sabe que están esperando su referencia a la actitud de Pío XII y de la Iglesia durante la terrible persecución y no se esconde: «Muchos, también entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza cristiana, reaccionaron con valor, abriendo los brazos para socorrer a los judíos perseguidos y fugitivos, a menudo a riesgo de su propia vida, y merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevó a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta». No desea una nueva polémica, sino dejar dicho con libertad y mansedumbre lo que la Iglesia entiende como justo.
Ahora el Papa puede entrar en lo que lleva más en el corazón: la herencia común tomada de la ley y los profetas, que establece un vínculo entre la Iglesia y el pueblo judío en el nivel de su misma identidad. Centra su reflexión en el Decálogo, que «constituye la estrella polar de la fe y de la moral del pueblo de Dios, que ilumina y guía también el camino de los cristianos», y que además es «el gran código ético para la humanidad». Afirma que de aquí nacen varios campos de colaboración y testimonio para católicos y judíos: despertar la apertura al único Dios de una sociedad que se fabrica nuevos becerros de oro, proteger la vida humana contra toda injusticia y abuso, y promover la santidad de la familia basada en el sí recíproco de un hombre y una mujer. Después recuerda que todos los mandamientos se resumen en el amor a Dios y la misericordia con el prójimo, y emplaza a un compromiso especial de judíos y cristianos con los más pobres, los extranjeros, los enfermos, los niños, los que son más débiles.
Termina implorando aquel «shalóm» que él mismo dejó escrito en un billete en el Muro de las Lamentaciones: «Envía tu paz a Tierra Santa, a Oriente Medio, a toda la familia humana; mueve los corazones de todos los que invocan tu nombre para que caminen humildemente por la senda de la justicia y de la compasión». Cae la tarde sobre la Roma eterna que ha visto vivir juntos durante más de dos mil años a judíos y católicos, como testimonia la exposición de grabados que inauguran juntos Benedicto XVI y el Rabino Di Segni. Pero quizás nunca como ahora se han mirado a la cara, se han reconocido y amado. Shalóm.
* Publicado en Paginas Digital.