La modificación del Catecismo en lo tocante a la pena capital por parte del Papa ha traído cola, por considerarla inadmisible a todas luces. Como inadmisible se ha calificado su atrevimiento. No ha tardado en emerger un torrente de críticas en contra de dicha medida como si de una patada en el trasero a la Iglesia de Roma y a la tradición católica se tratara. La realidad es que no ha sido así. La realidad es que Su Santidad ha culminado lo que otros Papas anteriores venían anunciando desde la óptica doctrinal; no se ha sacado nada de la chistera, no ha existido ningún rapto de locura, ninguna ocurrencia. Todo obedece a la trayectoria postconciliar de la Iglesia, y a su postura en términos generales, profundamente abolicionista con la pena de muerte.
Juan XXIII, en su encíclica Pacem in Terris, afirmaba la necesidad de distinguir entre el hombre que yerra y sus pecados, ya que el primero es susceptible de salvación siempre. Ya en 1969 Pablo VI quitó el estatuto de la pena de muerte de la legislación del Vaticano. Recordemos que se había fijado para el supuesto de intento de asesinato del Vicario de Cristo y estuvo vigente cuarenta años. Nunca se aplicó.
San Juan Pablo II, en su encíclica Evangelium Vitae, explicita sin contradecir lo más mínimo el Catecismo que Dios es el señor absoluto de la vida del hombre, la cual es inviolable, y que las penas tienen que establecerse permitiendo la enmienda por parte del malhechor. A su vez hace constar que las ejecuciones se han de evitar a toda costa siempre que existan medios suficientes para proteger a la sociedad. Huelga decir que hoy día se cuenta con tales medios.
Benedicto XVI, en su exhortación apostólica Africae Munus, exhortaba (valga la redundancia) a todos los responsables de la sociedad a eliminar la pena de muerte.
Dados los supuestos y las razones por las que se justificaba la pena de muerte (recordemos qué decía el catecismo en el número 2266: “La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio”), con los medios actuales para defender la vida humana apuntaban a la necesidad de un cambio. Pero también hicieron lo imposible por no poner en cuestión ni el Catecismo ni la Patrística, como así fue. Solo hubo una leve modificación en la forma de expresarlo por parte de Benedicto XVI cuando, siendo cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, lo redactó: “Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas, las autoridades se limitarán a emplear solo esos medios”. Se sustituyeron las palabras “debiera limitarse" por “limitarán” únicamente. Acentuaba la necesidad de evitar aplicar la pena de muerte siempre que fuera posible.
Cierto es que el Papa Francisco sí ha erradicado la pena de muerte del Catecismo, como también lo es que se substancia en el pensamiento de sus predecesores, luego no hay ningún intento de torpedear el Catecismo. Los católicos pueden estar de acuerdo, o no, con la erradicación de la pena capital del Catecismo, pero en ningún caso se puede decir que haya sido producto de un arbitrismo ajeno a la trayectoria del papado, ni siquiera a la tradición. Sobre la pena de muerte ya había mucho escrito, y escrito estaba que su abolición tenía que llegar a la Iglesia.
La pena de muerte fue respaldada por algunos padres de la Iglesia, como fue criticada y condenada por otros. En lo concerniente a la tradición no existió unanimidad al respecto, al contrario, hubo muchas controversias, y quizá lo más importante sean las razones por las que las posturas deambulaban entre la simple aceptación y la negación, pasando por posiciones intermedias.
En aquellos tiempos, muchos cristianos recibían la consigna de negarse a ejecutar órdenes de las autoridades militares y civiles a la hora de dar muerte a alguien. Así lo revelaba, entre otros, San Hipólito quien les pedía que evitaran a toda costa situaciones en trance de condenar a muerte alguien a tenor de las leyes vigentes.
En la Era Patrística hubo posiciones de rechazo frontal a la legitimidad de la pena de muerte. Lactancio dijo: “Cuando Dios prohíbe matar se refiere también a aquellos casos en los cuales es considerado por los hombres”. Posiciones análogas fueron las de Tertuliano u Orígenes, que daba garantías a los detractores del cristianismo de que los cristianos jamás matarían a nadie por muy criminal que fuese. Tertuliano aún llegó a ser más taxativo al decir que si alguien quería servir a Dios en los puestos de poder “no debía juzgar sobre la cabeza de nadie”. “No nos está permitido perseguir y dañar a los enemigos“, decía San Ignacio de Antioquía.
Pero la corriente cardinal fue la de los eclécticos. La primera justificación racional de la pena de muerte la dio Clemente de Alejandría, para quien la pena capital suponía liberar a la sociedad de futuros males. Sin embargo, San Juan Damasceno da un testimonio disímil de San Clemente de Alejandría: "A los cristianos como cristianos no les está permitido corregir con la fuerza los delitos de los pecadores”. Para San Juan Crisóstomo “el Señor prohíbe las guerras, los derramamientos de sangre y las matanzas”. San Ambrosio no la condenó pero recomendó a los miembros del clero no alentar ni ejecutar la pena capital. San Cipriano no llega a deslegitimarla pero deja caer un mensaje crítico: “Al homicidio se lo considera un crimen cuando se comete privadamente, mas se lo llama virtud cuando se ejecuta en nombre del Estado”.
Las claves de aquella tendencia ecléctica, que fue la que imperó en el tiempo, fueron la unidad y la supervivencia de la Iglesia, factores que estuvieron por encima de todo, lo que implicaba no contradecir a San Pablo, que había calificado con reiteración a la autoridad nada menos que como “ministro de Dios”.
Todos los caminos que llevan a Roma pasan por San Agustín. Contrariamente a lo que se piensa, no fue un firme defensor de la pena de muerte, de hecho fue el creador de la intercesión episcopal, y llegó incluso a negar la legitimidad de matar en defensa propia. Pero la herejía donatista, junto al respeto reverencial hacia San Pablo, condicionaron su parecer: es obvio que sabía lo que estaba en juego.
La postura de Santo Tomás de Aquino no difería de aquellos patrísticos eclécticos con tal de no contradecir a San Pablo, cuando justifica parcialmente la pena de muerte en base a su aparición en las Escrituras y a la defensa de la salud de la sociedad, también frente a herejes y cismáticos. Fue la postura que inspiró el catecismo en el Concilio de Trento y que se sostuvo hasta el siglo XX. Se leía en el catecismo de aquel entonces: “El fin es tutelar la vida y la tranquilidad de los hombres”.
En definitiva, la postura ecléctica prevaleció, o más bien podría decirse que lo que prevaleció fue la protección de la sociedad, la convivencia con los poderes temporales, y sobre todo la lucha contra las herejías y la defensa del legado de San Pablo. En definitiva, primaron la unidad y la supervivencia de la Iglesia. Ya lo dijo el gran Tomás Moro: “Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere”.