Siempre me ha llamado la atención que cuando pensamos en la venida de Jesús, recordamos su primera venida a este mundo, que celebramos en estas fiestas navideñas, y su segunda venida al final de los tiempos, cuando venga glorioso a juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin, como decimos en el Credo niceno-constantinopolitano.
Pero aparte de estas dos, hay una tercera venida, como nos recuerda San Bernardo, que cronológicamente está entre estas dos venidas que hemos citado y que corresponde a su presencia entre nosotros “todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20).
En la primera, ésta que celebramos estos días de Navidad, Dios se hace Hombre con una naturaleza igual a la nuestra en todo menos en el pecado. Esto es tan importante para la fe cristiana, que para que uno pueda llamarse cristiano el mínimo común denominador de cualquier confesión cristiana es creer en un solo Dios en tres Personas y aceptar la divinidad de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Por ello decimos en el Evangelio de San Juan “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14), y en el Credo “se encarnó de María, la Virgen”. La razón de su venida es muy sencilla: Dios nos quiere y como nos quiere convive con nosotros y se hace hombre para salvarnos por medio de su Pasión, Muerte y Resurrección y así nos abre las puertas del cielo a fin que logremos nuestro máximo deseo de ser felices siempre.
Sobre la segunda venida de Cristo, la que cronológicamente sucede en nuestros días, Jesús nos la anuncia en la Última Cena: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Esta presencia de Dios en nosotros se llama gracia santificante y perfecciona el alma para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor. Se nos da de modo especial en los sacramentos, lugares privilegiados de nuestro encuentro con Dios, lo que se realiza de modo muy especial en la Eucaristía y en la Comunión, en la que abrimos nuestra alma a Dios y le permitimos que habite de modo especial en nuestro corazón y nuestra alma. Esta presencia de Jesús en nosotros hace que Él entre en mi tiempo y en mi vida, de tal modo que si le dejamos actuar, podemos decir que nuestras acciones son también acciones de Dios que obra en el mundo a través nuestro, lo cual es especialmente verdad en las acciones sacramentales del sacerdote. Pero no nos olvidemos de su presencia entre nosotros en otros lugares, como puede ser el Sagrario, la oración, especialmente en común, “donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20), y también en nuestro prójimo, y recordemos aquí especialmente el episodio del Juicio Final, cuando se nos dice: “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Y queda la Venida final de Cristo, la que se realizará al final de los tiempos y que los ángeles preanuncian en la Ascensión: “El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al Cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo” (Hch 1,11), vuelta gloriosa como se nos afirma en Mt 25,31 en el episodio del Juicio Final. “El mensaje del Juicio Final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía ‘el tiempo favorable, el tiempo de salvación’ (2 Cor 6,2)” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1041). “El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1040). En este Juicio la Verdad saldrá abiertamente a la luz y nada quedará oculto: “Los que hayan hecho el bien, saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, saldrán a una resurrección de juicio” (Jn 5,29).