Desde el movimiento llamado Me Too [Yo También], es común que, de vez en cuando, algunas mujeres hagan públicas las acusaciones de acoso, abuso o agresión sexual contra hombres pertenecientes al ámbito del espectáculo, de la política, del deporte y hasta de la alta sociedad. Aun cuando, en algunos casos, los varones acusados pueden alegar la provocación o el consentimiento tácito de algunas féminas que, liberadas de todos los “prejuicios y tabúes sexuales”, están lejos de comportarse como damas, dichas conductas son injustificables. Pues lo cierto es que el hombre debe, por honor y por decencia, comportarse siempre como caballero.
Y ahora que la virtud de la templanza escasea entre muchos varones, bien deberían, si no por prudencia (que tampoco abunda), al menos por su propio interés, mostrar más autocontrol ante la gran posibilidad de que el consentimiento, implícito o aun explícito, de una mujer se transforme en un ruidoso escándalo y hasta en una temible demanda. Puesto que denunciar públicamente los bajos comportamientos de algunos varones (al tiempo que se celebran los de otros similares) es la forma que tiene nuestra cínica sociedad de gestionar la insatisfacción, la frustración y la humillación a la que las perversas ideas de la revolución sexual ha condenado a innumerables mujeres.
Paradójicamente, nuestra “progresista” sociedad ha rechazado las virtudes de la modestia, la pureza y la virginidad como una “invención” con la que el “heteropatriarcado machista, inseguro y represor” mantenía bajo su dominio a la mujer. Con ello, en cuestión de décadas, se ha transformado violentamente a la sociedad que, actualmente, acepta, como lícitas las relaciones prematrimoniales, la anticoncepción y el divorcio y empieza a “normalizar” las relaciones “abiertas” de todo tipo.
Sin embargo, son precisamente esas virtudes (hoy tan vilipendiadas) las que protegían a la mujer, pues promovían que el hombre la respetase y procurase ser digno de ella. Por el contrario, la difusión, a diestra y siniestra, de las relaciones íntimas casuales como sanas, liberadoras y placenteras ha llevado a innumerables mujeres a aceptar, no pocas veces presionadas por el ambiente, tanto conductas indecentes como relaciones íntimas indeseadas.
Con ello, la revolución que prometió amor y libertad ha convertido a muchas mujeres en un objeto de placer tan asequible y desechable que la mayoría de ellas, para tener intimidad con un varón, ya no esperan al matrimonio, muchas otras ni siquiera aguardan una ilusoria promesa de amor y varias ya no esperan ni una galante invitación a cenar. Hoy, la mujer tiene múltiples parejas y está más sola que nunca; goza de un sueldo, pero para conservarlo depende de pastillas antidepresivas, anticonceptivas y hasta abortivas. La normalización de las relaciones casuales ha dejado a muchas mujeres no precisamente liberadas ni empoderadas sino denigradas, humilladas, con el corazón roto y el alma destrozada.
Asimismo, nuestra sociedad, al tiempo que culpabiliza al varón de todas las desgracias habidas y por haber, promueve (como solución) no un hombre viril y virtuoso sino un hombre infantilizado, bobalicón, vulgar y comodino cuyo objetivo es pasarla lo mejor posible sin grandes responsabilidades ni sacrificios. De ahí el silencio y la pasividad de varios hombres que, navegando entre el complejo y la indolencia, permiten que la impudicia impere en las modas, el entretenimiento y en las costumbres de las mujeres de su propia familia. Pues ha sido la deconstrucción de la masculinidad la que ha acelerado la corrupción de la mujer y ha posibilitado el actual ataque a la familia.
Desafortunadamente, aun cuando muchos se escandalizan de ver la terrible depravación moral a la que hemos llegado, la gran mayoría de la sociedad (incluidos no pocos católicos) rechazan varias enseñanzas de la moral sexual cristiana (especialmente las relacionadas con la pureza y castidad, la anticoncepción y el divorcio) sin reconocer que es precisamente el rechazo a una sola de ellas lo que nos ha conducido a esta terrible crisis. Puesto que solo la práctica de las virtudes promovidas por la moral cristiana (de alta exigencia, pero de gran belleza) permite, tanto al hombre como a la mujer, dirigir y elevar sus apetitos a fin de vivir en la verdadera libertad y plenitud de los hijos de Dios.
Parafraseando a C.S. Lewis en Mero cristianismo, nuestra naturaleza caída, los demonios que nos tientan y toda la propaganda contemporánea en favor de la lujuria se combinan para hacernos sentir que los deseos a los que nos resistimos son tan “naturales”, tan “sanos” y tan “razonables” que es casi perverso resistirse a ellos. Anuncio tras anuncio, película tras película, canción tras canción asocian la idea de la permisividad sexual con las de la salud, la normalidad, la juventud, la satisfacción y la felicidad. Esta asociación es una mentira. Como todas las mentiras poderosas, está basada en una verdad: la verdad de que el sexo en sí (aparte de los excesos, obsesiones y perversiones que lo deforman) es bueno. La mentira consiste en pretender que todo acto sexual al que uno se siente atraído es en sí mismo saludable, normal y bueno. Pues bien, esto desde cualquier punto de vista es una insensatez. Ceder a todos nuestros deseos evidentemente conduce a la impotencia, a la enfermedad, a los celos, a la mentira, a la insatisfacción y a todo aquello que es lo opuesto a la felicidad, la cual es imposible de conquistar sin la virtud. Ya que la permisividad conduce, irremediablemente, a las tinieblas, solo la virtud trae consigo la luz.