Uno de los denunciantes del sacerdote Fernando Karadima (de la diócesis de Santiago de Chile), condenado por el Vaticano por abuso sexual y de poder, ha dicho que “la Iglesia ha fallado en su deber de proteger a los niños”. Esto me ha llevado a rememorar mi experiencia en la Iglesia durante mi niñez y adolescencia y me ha parecido que debo dar testimonio para que todos los padres estén al tanto de lo que la Iglesia le puede hacer a los niños y a los jóvenes.
 
Mi padre no era católico, aunque sí creyente; no tuvo formación religiosa y no conoció curas que le enseñaran a través del ejemplo o la amistad. Mi madre sí lo era pero no practicaba. “Curiosamente” y a pesar de la falta de religiosidad de mis padres, fui bautizado a los dos días de nacer en la misma clínica donde nací: llegó un diácono a visitar a mi madre, le ofreció bautizarme y ella accedió; presenció mi bautizo desde su cama.
 
No volví a tener contacto con la religión hasta los ocho años: nos cambiamos de casa y consecuentemente de colegio, siendo matriculado en uno del Arzobispado de Santiago. A los pocos días de iniciar las clases la profesora llevó al curso a visitar la iglesia parroquial del colegio; era la primera vez que entraba a una y me causó una profunda impresión: los muros altos, las columnas, el silencio, la solemnidad que invitaba al recogimiento... Mi madre –ahora católica practicante− aún recuerda el entusiasmo con que, al llegar a casa, le describí nuestra “visita al templo”.
 
Allí, en mi colegio, recibí los primeros fundamentos de mi formación religiosa. Todas las mañanas, antes de iniciar las clases, rezábamos una corta oración; cada Semana Santa se nos relataba la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor; recibíamos clases de religión; y celebrábamos el Mes de María.
 
Cuando tenía 12 años ocurrió algo que cambiaría mi vida para siempre: hice la Primera Comunión. Como preparación, cada domingo debíamos asistir a Misa y luego quedarnos a catequesis. Recordando esas reuniones, hoy me doy cuenta de que su contenido fue pobre en doctrina pero rico en diversión y alegría. Era muy sabroso ir a Misa con mis compañeros, quedarme a la reunión dirigida por una muchacha laica muy agradable y luego jugar un partido de futbol con todo el patio del colegio a nuestra disposición. Esa experiencia hizo que en adelante siempre asociara la Misa a regocijo y alegría compartida.
 
Junto con hacer la Primera Comunión ingresé al servicio de monaguillos, con lo cual tenía privilegio de ayudar en la Misa semanal del colegio. ¡Cuánto me impresionaba la solemnidad de la Consagración! Yo estaba casi al lado del sacerdote cuando la hostia y el vino se transformaban en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Hoy recuerdo esos momentos con una nitidez que no guarda proporción con el tiempo transcurrido.
 
Sin embargo, con el tiempo mi piedad se enfrió. Nada especial ocurrió hasta el Mes de María cuando tenía 15 años: cada tarde algunos alumnos, padres y profesores nos juntábamos durante 20 minutos a rezar parte del Rosario, leer una corta reflexión y cantarle a la Señora. Lo más hermoso era entonar el canto final mientras el sol declinaba y la fragancia de las flores deleitaba el olfato. Yo intuía que todo aquello era preludio de algo más exigente que estaba por llegar.
 
En efecto, al año siguiente tocaba hacer la Confirmación. Recibimos catequesis con un seminarista que transmitía una alegría permanente y a cuya ordenación sacerdotal asistí tiempo después. Cerca ya del final de la preparación nos llevó a un retiro: silencio, recogimiento, oración y presencia de Dios... ¡cuánta paz! Y luego, alegría: al volver al colegio estaban nuestros padres esperándonos con un pequeño banquete. Con mis compañeros estallamos en un desborde de emoción que culminó con un manteo a nuestro querido Pepe. Hace años que no sé de él, pero si llega a ser obispo podré contarle a mi hijo que una vez participé en un manteo a un monseñor.
 
Con la Confirmación acepté, con toda mi voluntad, convertirme en un “adulto en la Fe”, dispuesto a vivir con todas sus implicancias la realidad de ser hijo de la Iglesia. Y llevando a la práctica ese compromiso, al año siguiente me inscribí como catequista de Primera Comunión para los alumnos del colegio. Entonces retrocedí en el tiempo: cada domingo en la mañana asistía a Misa y luego daba la catequesis. Estaba en mi último año de colegio y mi actividad era intensa: clases durante la semana, estudio riguroso para obtener un buen puntaje para el ingreso a la universidad, preparación específica cada sábado en la mañana, entrenamiento deportivo tres tardes a la semana y partido los sábados por la tarde... pero el domingo era especial: dar catequesis a niños como yo la había recibido años antes.
 
La graduación del colegio marcó el fin de mi adolescencia (aunque algunos dicen que nunca la he terminado), pero su influencia no me abandonaría. Curiosamente, y no me di cuenta hasta muchos años después, el patrono de mi colegio y de quien toma el nombre es celebrado el mismo día en que fui bautizado, lo cual interpreto como un signo de su “protección”, la cual recibí a través de la Iglesia.
 
Los 18 años me llegaron estando ya en la universidad. Allí encontré amigos que compartían mi fe y una instancia institucional para madurar en Ella, pero eso corresponde a la adultez y no entraré en esa parte de la historia salvo para contar dos cosas: en su momento mi padre falleció habiendo recibido los sacramentos (unción de los enfermos, comunión y confesión) y me casé con una mujer que no compartía mi religión pero que ahora se apresta a recibir la Primera Comunión junto con nuestro hijo (y no por imposición mía, que mi esposa es una mujer indomable).
 
Lamentablemente no todos mis compañeros perseveraron. En la etapa universitaria varios se alejaron de la Fe y abrazaron otros ideales así como afanes para nada idealistas. No faltó el que a poco andar adhirió al marxismo y se declaró fuera de la Iglesia, a pesar de haber sido acólito y catequista. ¿Qué les pasó? No eran peores que yo. Tal vez les afectó que la catequesis que recibimos fue alegre pero le faltó doctrina, que las clases de religión carecieron de profundidad, que la piedad que se nos inculcó era un tanto superficial y centrada en lo comunitario más que en la Persona que siendo Dios se hizo Hombre para que lleguemos a Dios, pero sobre todo operó la libertad personal, pues Él no obliga a nadie.
 
Mirando hacia atrás sólo guardo agradecimiento: a mis padres por haberme bautizado, puesto en un colegio católico e inculcado principios morales acordes a la fe cristiana, a mis profesores que me dieron las primeras enseñanzas religiosas, a mis catequistas, a mi colegio, a los curas que, con sus virtudes y defectos, influyeron en mí y me permitieron comulgar (porque sin curas no hay Eucaristía). Y hablo de agradecimiento porque hoy me doy cuenta de que lo mejor que me pudo haber pasado –y puedo decir que me han pasado cosas muy buenas y en abundancia− es haber recibido la Fe y la membresía a la Iglesia católica.
 
¿Falló en algo la Iglesia conmigo? Sí, debí recibir más y mejor doctrina y una piedad más sacramental: ¿cómo es posible que hasta los 20 años no hubiera conocido la Adoración al Santísimo, y que nadie me inculcara el rezo diario del Rosario, y que nadie me dijera que la confesión se puede hacer cada semana si uno quiere? Pero no importa, Dios tiene sus tiempos para cada uno y, a pesar de los errores, la Iglesia puso en mí la semilla Fe y me dio la protección suficiente para que la semilla germinase a su debido tiempo.