La influencia del mito en la historia ha estado presente en todas las culturas, formando parte de, o sustituyendo a, las distintas religiones. Pero sólo es el pueblo elegido, debido a la presencia de los profetas y a las intervenciones directas de Yahveh, el que mantiene su religión alejada de los mitos. El Génesis y los libros de la Torá no son narraciones míticas, sino históricas, entendida esta no como una ciencia actual, sino como una sabiduría o narración de hechos que ocurrieron y que se transmiten en un lenguaje semita épico.
Son muy conocidos en la cultura occidental los grandes relatos míticos de la Grecia clásica. Nos sorprenden con grandes sucesos, los cuales nos muestran los orígenes del mundo, mezclando las relaciones de los dioses y de los hombres.
La RAE describe en su primera acepción la palabra mito como “historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal”.
En el mito se busca lo universal, revelando así los deseos más profundos del ser humano: el deseo de sobrevivir haciéndose amigo de los dioses. Los mitos siempre se refieren al pasado, por lo que tenemos la certeza de que el hombre se ha cuestionado, al menos desde la antigüedad, su permanencia en el tiempo.
Leonardo Polo sitúa la persona humana en el tiempo, definiéndola como “un espíritu en el tiempo”. Para él la persona es el principio de operaciones y lo más alto del hombre. Esto le aleja de las concepciones propuestas tanto por el idealismo alemán, como por la casi totalidad de filosofías actuales o posmodernas.
Del tiempo sólo podemos poseer el pasado, al tenerlo disponible en nuestra memoria. Lo poseemos de forma selectiva: lo que nos es grato lo guardamos y lo desagradable lo intentamos eliminar. No es pues raro que nuestros mejores recuerdos sean aquellos de nuestra infancia, cuando éramos queridos tal como somos, por el simple hecho de existir.
Más tarde, el devenir del tiempo nos lleva por caminos novedosos para nosotros, aunque nos hayan advertido de lo que podrá ocurrir cuando lleguemos a ese punto. Somos tan distintos en el ser personal, que nadie puede vivir la vida del otro. Ese proyecto único que somos nos hace mirar con miedo al futuro que nunca alcanzaremos, porque cuando lleguemos, ese instante ya formará parte del pasado.
En el pasado somos los protagonistas. Podemos vivir las aventuras de Ulises, conquistar Ítaca, someter a grandes poblaciones o surcar mares sin orillas. No hay nada imposible para nosotros, porque poseemos el pasado que nos hace separarnos de la realidad, dejar de vivir en el tiempo por un tiempo. Soñar es liberador e higiénico. El “ahora” es el verdadero problema. No podemos poseerlo porque no es nuestro, y no es nuestro porque nosotros estamos creados para crecer, para vivir, continuamente. Por eso no estamos creados para el pasado, ni para permanecer en el pasado como los personajes míticos, ni tampoco para ser míticos.
El personaje mítico está atrapado por su destino y no puede abandonar su papel, permaneciendo encadenado a vivir una realidad que no existe.
¿Qué es entonces la realidad? ¿Quizás la que observamos en el universo? ¿Quizás aquella otra que pensamos en nuestra inteligencia? ¿O aquella que deseamos tanto que tendría que existir al menos en nosotros?
Nos equivocamos cuando pensamos que lo real es lo conmensurable, aquello que se adecúa a nuestro entender y se conmensura a nuestros sentidos. Aquella realidad tan pequeña que nosotros dominamos, pero que en realidad no conocemos en su totalidad, existe fuera de nosotros, sin nosotros. Lo que no poseemos nos perturba, nos amenaza y compite con nuestro tener. Así es como terminamos compitiendo con el universo y con los demás habitantes que lo componen.
Los minerales, los vegetales y los animales no son seres libres, no son un quién sino un qué, una cosa que pertenece al universo: nacen, viven y mueren bajo las causas del universo, huyendo de la nada para ser algo. No están referidos a un quién sino a un qué. Son esas cuatro causas las que los mantienen en el ser.
Sin embargo, el hombre no puede ser nada, aunque libremente decidiese reducir su persona a la condición de nada, porque su existir es libre pero no lo posee como propio, no es suyo, sino que hace referencia al Creador. El hombre es un quién, un ser que sabe que existe. Mientras que los animales y las plantas tienen como único fin mantener la especie, el ser humano no vive para la especie, vive para encontrar su réplica, aquel semejante que le acepte como es él.
Además, por ser un espíritu en el tiempo, es real, es realidad. Aquel que no se ha dado la existencia a sí mismo, pero que la acepta como don. Aquel que es hijo de sus padres, que le dan su esencia humana y que es hijo de su Creador, que le da su existencia. A este se le da la realidad como posibilidad de crecimiento, de un crecimiento irrestricto, sin límite. De modo que la persona entendida así, más que libre, es libertad. Esa libertad trascendental constituye la realidad. El acto constituye al ser, no al revés. La persona es realidad, es lo más real.
Lo que ocurre es que, cuando somos concebidos, compartimos las mismas partículas elementales que los demás habitantes del universo y en ese sentido somos muy iguales unos a otros, por eso los médicos hablan de enfermedades clasificándolas por tipos.
Además de vivir, también anhelamos la seguridad, porque el futuro no lo poseemos. El mito elimina la realidad para esclavizarnos en el pasado. No es ese el camino correcto para ser feliz.
Entonces cabe preguntarnos: ¿Cómo podemos ser felices? ¿Es posible poseer el tiempo?
Algunos lo intentan reduciéndose en su ser personal, así creen que tomando la naturaleza como un mito pueden identificarse con ella, y afirman que “si me hago uno con el universo ya no tendré que sufrir más”. Es cuestión de sublimar el cuerpo, de dominarlo o abandonarlo, de tal manera que su ritmo vital sea el mismo que el del universo, y así viven algunos: buscando una sabiduría que no es tal y a la que muy pocos pueden llegar, para culminar en el desaparecer como persona, volviendo a las partículas elementales; son los bonzos.
Hay otra forma de poseer el tiempo y es en el misterio. Si vivimos siempre en novedad, si cada instante de la vida es nuevo, si se convierte en una sorpresa continua, entonces el tiempo nos pertenece.
Vivir en el misterio, esa es la cuestión. En realidad, la propuesta del Creador es que cada criatura viva su vida en el Misterio. Así sí crece la persona, porque es hijo del Creador, y así aprende con la Sabiduría y vive en Libertad, lo que le habilita para amar lo Verdadero y disfrutar continuamente de la Belleza.
El misterio no es oscuridad, sino que, muy al contrario, el misterio es la luz más luminosa que nunca cesa de crecer en su iluminar. La luz de nuestro conocimiento racional es limitada, y esa limitación no superada nos lleva a suspirar por aquello que nos asegure el futuro. Aquel que nunca poseemos.
No hemos sido creados para sufrir. Tampoco hemos sido creados para morir, al contrario, hemos sido creados para vivir eternamente, para ser felices continuamente y para amar y ser amados irrestrictamente. De esto tenemos testigos y conocemos a muchos que, sin ser personajes míticos, ni superhéroes que viajan en el tiempo, ni dominadores del planeta, sólo saben vivir en el Misterio: son los santos.
Vivir en el Misterio, este es el secreto que vino a enseñarnos un Dios hecho hombre. Se tuvo que encarnar y morir en una cruz, para enseñarnos que las cosas son mucho más sencillas que aquellas que nos proponen los mitos. Nos dice “sé tú mismo, adivina cómo te he creado, descubre cada día lo que te he preparado, aprende lo que es real y deja de sufrir en tu pasado”.
Vivir en el Misterio es vivir en la realidad. Porque no es real lo que cambia y no “es”, tampoco lo que gira y no “es”, sino aquella actividad que comienza cuando somos concebidos y crece continuamente mientras estamos en el tiempo. Vivir en el Misterio nos permite crecer en el tiempo y en el “no tiempo”, crecer en un continuo conocer y amar personal. Para eso nos creó el Creador, creándonos como semejantes a Él.
La religión católica no es un mito, un conjunto de historias para consolarnos, sino una realidad personal. Una realidad misteriosa como la persona. Un encuentro personal constante con el “Otro”, que nunca acabamos de conocer, porque nunca se agota en nuestro conocer y nunca se agota en nuestro amar. Vivir en el Misterio es la felicidad completa, esa a la que todos estamos llamados.