Da un poco de grimilla que los obispos anden soltando mamonadas sobre los indultos a los indepes, mientras callan sobre tantos pecados que claman al cielo, convertidos por ley en virtudes cívicas de obligado cumplimiento.
Son ciegos guiando a otros ciegos, a los que conducen al precipicio. Y así seguirá ocurriendo mientras siga existiendo ese bodrio llamado Conferencia Episcopal, que convierte la sucesión apostólica en una parodia parlamentaria, concebida para acallar a los pocos obispos que aún saben un poco de teología (como Sanz Montes, según probó en estas mismas páginas) y para dar altavoz a los que se dedican a pregonar lo que Chesterton llamaba las «virtudes cristianas que se han vuelto locas»; esto es, las virtudes desgajadas del haz divino que les da sentido y esparcidas a modo de espantajos humanitarios.
No hay virtud más loca que la misericordia desgajada de la justicia. No puede haber perdón si no hay un arrepentimiento sincero y un propósito de enmienda y reparación; y, faltando estos requisitos, ni Dios mismo puede perdonar. Cuando perdonamos al soberbio que no se ha arrepentido de la injusticia cometida, hacemos nosotros mismos una injusticia y nos convertimos ipso facto en injustos. Cuando quien nos ha ofendido se mantiene identificado con la ofensa o la justifica, se mantiene en un estado de desorden que le impide recibir el perdón. Una ofensa ‘perdonada’ sin arrepentimiento del ofensor destruye la convivencia y es el peor mal social, peor incluso que la guerra; y el perdón que se exige o se presta a expensas de la justicia, lejos de cerrar las heridas, las abre y encona todavía más.
Ya que no se leen el catecismo e ignoran los rudimentos de la teología moral, los obispos deberían al menos leer a Cervantes (pero ya sabemos que estamos pidiendo peras al olmo). Entre los consejos que don Quijote dirige a Sancho, cuando su escudero ya se apresta a ser gobernador de la ínsula Barataria, leemos uno que dice así: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia». Cervantes habla de doblar la vara de la justicia, no de quebrarla; postula que la misericordia suavice la aplicación de la justicia, no que se anteponga a ella, bajo la forma de un perdón discrecional e interesado. La misericordia no puede ser nunca una abolición de la justicia, o una especie de emplasto que reblandezca su vigor, sino un suave bálsamo que evite la tentación del ensañamiento y del rigor gratuito; y que, desde luego, perdone a los contritos de corazón, no a los soberbios ni a los contumaces.
Todas estas reflexiones, en realidad, son de primero de seminario. Pero nuestros obispos ya sólo aspiran a doctorarse en politiquilla. A sus ojos, si París bien vale una misa, la exención del IBI o el chollete de la X en el IRPF bien valen unas cuantas paparruchas delicuescentes sobre el indulto. Sólo que, mientras se acomodan al mundo y lamen el culete al doctor Sánchez, las misas se les quedan sin fieles.
Publicado en ABC.