El 50º aniversario de los sucesos de mayo del 68 se suele abordar desde la perspectiva de la historia o de la crónica política, pero quizás no tanto desde las repercusiones de la mentalidad sesentayochista en el momento actual. Las influencias son claras. La posmodernidad está íntimamente vinculada a aquel mayo parisino y toda una serie de pensadores, representantes de una nueva izquierda menos colectivista y más individualista, han encontrado allí su inspiración. Por eso es de agradecer la lectura del libro del profesor José María Carabante Mayo del 68. Claves filosóficas de una revuelta posmoderna (Ed. Rialp). En apenas un centenar de páginas no solo presenta las geografías de la revuelta y las influencias ideológicas de sus instigadores, sino que además relaciona acertadamente aquellos sucesos con la mentalidad posmoderna, que lógicamente reivindica el mayo del 68.
Lo primero que llama la atención es el empleo del término “revuelta” por el autor, y no el de “revolución”. Supone probablemente una manera de decir que son acontecimientos ajenos a una solemne trascendencia histórica, en la línea del pensador liberal Raymond Aron, pues 1968 nada tiene que ver con las “páginas gloriosas” de la revolución liberal de 1789 y la comunista de 1917. Aron acertaba al considerar que el mayo del 68 era una especie de imaginario que recurría a los modelos y consignas de la China de Mao o la Cuba de Castro, aunque en realidad era más bien un retorno al socialismo utópico. Por tanto, la herencia del 68 no es la revolución sino una perpetua actitud transgresora y rebelde frente al pasado. Es una revuelta cultural pero, como bien apunta Carabante, es a la vez una revuelta filosófica. Una de sus peores consecuencias fue la “politización” de la filosofía que, en definitiva, suponía un alegato contra la cultura occidental y una negación del pasado filosófico. El resultado es, entre otros, la instauración de una filosofía de la sospecha, y la reducción de la cultura a un artificio, a un simulacro fraudulento. No otra cosa es la deconstrucción de un influyente pensador posmoderno como Jacques Derrida. Por lo demás, cuando el escepticismo del 68 proclama el fin de la filosofía, está proclamando la disolución de la idea de verdad. Se entiende así el relativismo imperante en la actualidad, con la conclusión subsiguiente de que no existen diferencias entre las culturas. Este indiferentismo cultural tiene también otra consecuencia, muy propia de la Europa posmoderna: el rechazo de la propia cultura y, por supuesto, de la propia historia.
La comparación que se hace en el libro entre Fausto y Narciso es muy acertada. En mi opinión, Fausto evocaría perfectamente la revolución, un enfoque de la divinización del poder que sustituyó a las religiones de la cultura occidental, y que tuvo su expresión en los totalitarismos del siglo XX. Sin embargo, el modelo ahora imperante es el del pusilánime Narciso, una expresión del hiperindividualismo que rinde culto a una supuesta autenticidad. No es extraño que la revuelta, que no revolución, del 68 desemboque en el hedonismo, alimentado por una sociedad en la que se hacen continuas invitaciones a la búsqueda de la felicidad. Ni que decir tiene que es una felicidad al servicio del narcisismo, del yo y sus emociones, y en la que los compromisos y obligaciones están supeditados a los afectos. El legado de mayo del 68 no es una revolución política. Es una revolución cultural sustentada por una ideología soft, subjetivista, indiferente y emotivista.
Un buen ensayo no es solo aquel que presenta diagnósticos sombríos sino que ofrece además esperanzas. El autor alienta el aprovechamiento de la dimensión emotiva de nuestra sociedad, previsible reacción a los dogmas sociales de épocas no tan lejanas, y las invitaciones a la propia construcción. Es una oportunidad para liquidar la indiferencia, lo que enlaza con esa globalización de la indiferencia a la que se refiere el Papa Francisco, pero para conseguirlo hay que pasar por una metanoia, una conversión, en la línea de la que hablaba el teólogo Romano Guardini, tan admirado por los dos últimos pontífices, y que sí representaría una auténtica revuelta o revolución.
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