El fin de semana pasado, entre otros actos, participé en el Encuentro-Seminario de la Plataforma Cultural Europea One of Us, como preparación del encuentro que tendrá lugar, dentro de unos meses, en París, donde se presentará a toda la opinión pública europea esta iniciativa con vocación de contribuir e influir en la «revitalización europea de nuestros valores comunes»: sus raíces cristianas, su humanismo, su defensa de la dignidad inviolable de la persona, de sus derechos fundamentales, de la verdad y de la libertad en que se basa Europa.
Este encuentro, propiciado por la Cátedra Tomás Moro de la Universidad Católica de Valencia, comprometida con el hombre, con la sociedad y con el futuro, abogó por una renovación tan necesaria como urgente, sobre la base de las raíces cristianas que nos sustentan. En el encuentro participaron intelectuales de primera fila, hombres y mujeres de pensamiento y de acción, comprometidos en la vida pública de diversos países de Europa, también, por supuesto, de España. Un dato importante es que estaban representadas bastantes –casi todas– las universidades católicas españolas por sus rectores o vicerrectores: dato muy significativo y esperanzador.
Esta Plataforma Cultural naciente y tan necesaria como urgente de One of Us nace para la revitalización europea de nuestros valores comunes. Europa, la nueva Europa, la que ha asumido el legado, la antorcha para transmitir al futuro que nos entregaron Schumann, Adenauer, De Gasperi, Fontaine, está necesitada de nuevos impulsos y valores; no se la puede debilitar, ni dilapidar. Europa siente hoy aquel grito profético que le lanzó San Juan Pablo II desde Santiago de Compostela, cuna de Europa: «¡Europa, sé tú misma!».
¿Qué es Europa, qué debe hacer para ser ella misma, cuál es el legado-antorcha de futuro que nos dejaron los ''padres de la nueva Europa''? Europa no es un concepto geográfico, sino un concepto cultural e histórico. La identidad de Europa va más allá de sus orígenes temporales y de la evolución misma de la configuración política y de las relaciones que, a lo largo de los siglos hasta el presente, han asumido o puedan asumir sus diversos territorios. Tiene una identidad propia que no puede perder ni debilitar si quiere seguir siendo Europa y aportar su contribución valiosa al conjunto de las naciones.
Europa no es sólo una realidad empírica, es también un ideal, un proyecto común compartido de comunidad política: la comunidad y la identidad presuponen la existencia de la memoria, es decir, de la historia. Como decía Ortega y Gasset: «Europa existe con anterioridad a las naciones europeas». En este sentido, las naciones de Occidente se han ido formando poco a poco dentro de la más amplia sociedad europea que, como ámbito social, preexistía a ellas, y empezó a formarse hace más de veinte siglos en la cultura griega, el derecho romano y la fe cristiana.
Europa se define por su unidad cultural, por ser un «acontecimiento espiritual» en el que nadie se siente extranjero: ser europeo significa ser enviado a los demás. Ella es cuna y morada de las ideas de persona, verdad y libertad, de dignidad inviolable de la persona humana y de sus derechos que nadie pude suprimir. Europa es cuna que ve nacer una humanidad nueva.
El hombre nuevo recreado por Cristo reconstruye la nueva Europa más allá de las culturas originantes de Roma y Atenas, aunque las incluye y asume en su verdad y grandeza. Sin exageración de ningún tipo, el cristianismo constituye el alma de Europa. Si bien es verdad que Europa y cristianismo no coinciden, también lo es con toda evidencia que la matriz cristiana ha sido lo que ha dado su importancia peculiar a la humanitas europea, al humanismo que le caracteriza en su más profunda entraña.
Hasta cuando ciertos sectores de la modernidad se apartaban de la Iglesia, los valores que defendía eran valores de cuño cristiano. Esos valores habían penetrado las capas más profundas de la conciencia europea hasta identificarla, al hilo de la consideración de la persona humana, surgida en la experiencia cristiana. Las «raíces cristianas» son una verdad histórica, empíricamente comprobable, y apelar a ellas en estos momentos de confusión espiritual y cultural, de olvido o de disolución de las mismas, es perfectamente legítimo y necesario –un gran servicio a Europa y al mundo a través de Europa reconstruida–, aunque quepa, es cierto, un mal uso o un abuso de esta verdad que se debería evitar con sumo cuidado.
Europa tiene necesidad de reconocerse y recuperarse a sí misma, más allá de unas relaciones funcionales y económicas. Tiene necesidad de reconocer y recuperar la verdad de su propia historia para su edificación y consolidación. En esta historia, que es parte indispensable de la identidad de Europa, lo mismo que lo son sus recursos naturales y humanos, el cristianismo ha estado siempre presente, con un importante papel crítico. En esa historia, cierto, hay momentos cristianos gloriosos y momentos por los que pedir perdón. Pero no se puede eliminar al cristianismo, como algunos pretenden, de la historia de Europa, antigua y contemporánea, o de su presente.
Estas afirmaciones que hago no son pretensiones vaticanistas, ni reminiscencias de una situación medieval superada, ni ningún sueño de pasado confesional. Que nadie vea en ello atisbo de manejo e intento de dominio de los cristianos, ni vea intenciones «teocráticas que serían, además perfectamente utópicas» (Robert Schumann). Pues esto es lo que pretende aportar con gran acierto y espíritu de servicio la Plataforma Cultural One of Us al bien común de Europa y del mundo.
Publicado en La Razón el 30 de mayo de 2018.