Me sumo a quienes ven la necesidad de un gran pacto por la educación en España. Un acuerdo en esta materia de las diversas fuerzas e instituciones sociales y políticas ayudaría a afrontar el futuro entre todos con nuevo vigor y lucidez como requieren las grandes cuestiones humanas y sociales en juego hoy. El problema de la educación, en estos momentos, no es ya el de la escolarización, –es decir, el que todos los niños tengan un pupitre y un aula–, ni el de los medios, ni siquiera el de los presupuestos económicos. Personalmente pienso que el reto primero y principal que demanda un acuerdo es el de la orientación que debiera darse a la enseñanza para que ésta sea educadora de la persona, haga posible el desarrollo pleno e integral de la personalidad humana y así ayude a aprender a ser hombre cabal.
El gran reto que hoy tiene el sistema educativo es el poder alcanzar que el hombre en edad escolar llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo tener más, que, a través de todo lo que posea, sepa ser más plenamente hombre en todas las dimensiones del ser humano, sin excluir ninguna. El acuerdo, a mi modo de ver, respetando los derechos de los padres, habría de intentarse, más allá de aspectos organizativos y estructurales, en los objetivos, metas, contenidos y pedagogía de la enseñanza: esto es, en la concepción educativa y en la antropología que la sustenta; y en la gran cuestión sobre quién educa, a quién corresponde el derecho y el deber primario de la educación: a los padres o al Estado. Me preocupa como un ciudadano más de la sociedad española y como Obispo la situación humana y moral que reflejan tantos y tantos niños y jóvenes de hoy, como también otras manifestaciones ampliamente extendidas en nuestra sociedad, en la mente de todos.
La quiebra moral y humana que padece nuestra sociedad es grave: el peor de todos los males con certeza es no saber ya qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo; se confunde a cada paso una cosa con otra, porque se ha perdido el sentido de la bondad o de la maldad moral; todo es indiferente y vale lo mismo; todo es relativo y casi todo vale; todo está permitido; todo es lo que cada uno decide por sí y ante sí como válido; no hay ya capacidad para los derechos y deberes humanos universales. Más grave aún resulta el desplome de los fundamentos de la vida humana: parece que nada queda sobre lo que asentar la vida del hombre, a no ser la voluntad o el deseo de tener, consumir y disfrutar, o de conducirse con una libertad omnímoda.
Está en juego la persona, el hombre, la verdad, y, consecuentemente, la convivencia humana y social, y aun el mismo futuro del hombre. El fracaso hondo está en algo más fundamental y originario: está en la educación de la persona, en la que no debería faltar la respuesta a las grandes preguntas insoslayables e irreprimibles sobre el hombre mismo, sobre su sentido, su destino, sobre la verdad última, sobre el ser personal de cada uno, y –¿por qué silenciarlo?– por Dios, cuya afirmación, negación o ausencia afecta de manera decisiva a la configuración de la persona y de la vida social. Sin esto no hay formación moral, ni tampoco formación para la convivencia, sencillamente, no hay formación humana. Sin esto no hay educación, no hay hombre, no hay persona. Para que esto sea posible y, en libertad, se garantice a todos, se requiere, entre otras cosas, un gran pacto escolar, que será además garantía de un proyecto común de sociedad libre y digna del hombre.
* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.
*Publicado en el diario