El último libro-entrevista del cardenal Robert Sarah, Se hace tarde y anochece, traducido y editado en nuestra lengua el pasado año, contiene un conjunto de sopesadas reflexiones de uno de los miembros más eminentes del actual colegio cardenalicio.
"La crisis de Europa" es nuestra crisis
Las tres primeras partes que componen el libro ponen al lector delante de un preciso y meduloso análisis de la profunda crisis espiritual de la cultura contemporánea. Para un cristiano que vive de la Fe, el examen de la crisis no tiene sentido si no inicia en las causas últimas y más hondas, que son las de "la quiebra espiritual y religiosa". Esta primera parte articula bien con la segunda, "el hombre degradado", y con la tercera, "el derrumbe de la verdad, la decadencia moral y los extravíos políticos".
Si de esperanzas se trata, sabiendo que no tenemos aquí morada definitiva pues marchamos hacia la consumación del Reino en la Patria Celestial, la cuarta parte propone "recuperar la esperanza" y "la práctica de las virtudes cristianas".
Hace poco comencé a recorrer el capítulo 9, "La crisis de Europa". Me impresionó un pasaje que quiero citar para enhebrar luego un comentario. Quienes vivimos en Hispanoamérica y somos tributarios de la venerable tradición histórica que proviene de las tres grandes ciudades, Jerusalén, Atenas y Roma, debemos lealtad a las raíces que forjaron nuestra identidad; y por eso digo que la crisis de Europa es nuestra crisis.
Creo que Hillaire Belloc solía decir que “Europa es la Fe”, pero en este tiempo, dice Sarah, “Europa quiere abrirse a todas las culturas... y a todas las religiones del mundo..., Europa ha perdido su nobleza... Creo que Europa agoniza”. Son expresiones desesperanzadoras que dejan sin aliento a quien las lee.
“¡Cuidad ese fuego sagrado!”
El terrible panorama que describe el cardenal Sarah conjuga también una dosis de optimismo. “En Europa existen también brotes de renovación... familias generosas y profundamente arraigadas en su fe cristiana... comunidades religiosas fieles y fervorosas que me llevan a pensar en los cristianos que, en los últimos momentos del Imperio Romano, custodiaban la llama vacilante de la civilización. Y quiero animarlos. Quiero decirles: vuestra misión consiste en vivir fielmente y sin componendas la fe que habéis recibido de Cristo. Así, sin ni siquiera daros cuenta, salvaréis la herencia de tantos siglos de fe. ¡No tengáis miedo de ser pocos! No se trata de ganar elecciones ni de influir en las opiniones. Se trata de vivir el Evangelio: no de pensar en él como en una utopía, sino de vivirlo de un modo concreto. La fe es como el fuego: para poder transmitirla tiene que arder. ¡Cuidad ese fuego sagrado! Que sea vuestro calor en medio del invierno de Occidente. Cuando un fuego ilumina la noche, los hombres van reuniéndose poco a poco en torno a él. Esa debe ser vuestra esperanza”.
Es un bellísimo pasaje que me conmovió y súbitamente la fuerza de esas palabras llenaron mi corazón quebrantado de un aire nuevo. El apremio por tantos males mueve con ardor muchos corazones a la acción, que se presenta como posible y deseable, con el ropaje de “votar por el mal menor”. No pareciera que existan otras opciones que hacer lo posible y dar lugar a lo menos malo para seguir batallando…
Cuenta el padre Leonardo Castellani que en una ocasión oyentes de una de sus conferencias en Buenos Aires le preguntaron qué hacer. El ensayo está en Cristo, ¿vuelve o no vuelve?’ y se titula precisamente así, "¿Qué tenemos que hacer?"
La respuesta del cura argentino podría desalentar a los afanosos del cambio por la política: “Hay mucha gente desanimada por la política. Andan preguntando: ¿Qué tenemos que hacer?... Para un cristiano, la respuesta es muy sencilla: hay que salvar el alma. -¿Y la Patria? –Salvar la Patria también, de ese modo. –Primero salvar el alma, y ¿después?… -No. Las dos cosas juntas. A la vez. Pero la segunda condicionada a la primera. Al mismo tiempo y una en ancas”.
Un poco más adelante, en esta suerte de diálogo imaginario, Castellani enfrenta el mismo cuestionamiento. La réplica es católica como la citada, pero es más explícita la subordinación de la respuesta política a la respuesta religiosa; o, por decir mejor, la fragilidad de la política frente a la sencilla actitud cristiana, sin miramientos por el triunfo; o más derechamente aún, “que el Estado Totalitario devore todo, excepto mi alma y la de mis próximos”. ¿No advierte el Evangelio, acaso, que de nada sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?
“–En concreto, ¿qué hay que hacer? –En concreto, hacer todo el bien que uno pueda alrededor suyo, a corta distancia, lo que está a mano, sin embarazarse de grandes planes, de grandes empresas, de grandes proyectos, de grandes ´revoluciones´…”
¡Qué fácil resultaría equivocar la interpretación de esta respuesta del cura poeta! ¿Y si fuese cierto que jamás veremos el reverdecer de forma alguna de Cristiandad? Pero, ¿no es verdad que cada alma, una a una, aunque el resto se hunda definitivamente y quede un justo por salvarse, es la condición final que hará que Cristo vuelva en "gloria y majestad"?
Un fuego modesto ilumina la noche; el calor todavía desfalleciente resiste el invierno; un anciano, macilento; un niño, inocente aún, se acercan. Somos pocos, no importa. La fidelidad es nuestro escudo; el Señor viene, viene para salvarnos. ¿Qué más cuenta?