Es muy recomendable la lectura de las obras y de la predicación del Papa emérito, Benedicto XVI. Estos textos, incluyendo sus encíclicas, deberían formar parte de nuestra formación y nuestras plegarias, pues Joseph Ratzinger es uno de los grandes teólogos de la historia de la Iglesia.
Es cierto que algunos medios informativos suelen especular sobre las diferencias de carácter o incluso de doctrina entre el Papa Francisco y el Papa emérito, pero habría que decirles que sus conclusiones tienen mucho de superficial. Si decimos de uno de estos pontífices que es el Papa de la misericordia, lo cierto es que tendríamos que afirmarlo de ambos, y también de San Juan Pablo II. Si señalamos que el cristianismo no es la adhesión a una doctrina o a un código ético, sino el encuentro con una Persona que deja huella toda la vida, encontraremos numerosas citas de Benedicto y Francisco para confirmarlo.
Quien haya tenido ocasión de leer la autobiografía de Joseph Ratzinger se sentirá sorprendido en no pocas de sus páginas, aquellas en las que el futuro Benedicto XVI evoca la Baviera en la que pasó tantos años, llegando a ser arzobispo de Múnich. Esas páginas muestran a alguien que sabe amar y hacer amar la vida; un Ratzinger muy diferente de esa imagen tópica de asceta e intelectual frío y distante, cualidades que el tópico agranda si se trata de un alemán.
En nuestras sociedades, en las que se quiere excluir no sólo la fe sino incluso la razón, un verdadero intelectual resulta incómodo, sobre todo en medio de tantos estímulos para el libre flujo de las emociones, en una especie de retorno al individualismo romántico del siglo XIX. Si se trata de un intelectual católico, la incomodidad se hace mayor, pues puede encontrarse con la incomprensión de quienes, bienintencionadamente, consideran que la ciencia puede llevar al orgullo y a la vanidad, y que el saber estaría reñido con el amor. Estos críticos olvidan, sin embargo, que detrás de cada creyente, intelectual o no, hay una experiencia personal de encuentro con Jesús, el Maestro que otorga los talentos en función de las propias capacidades.
Decía Joseph Ratzinger en la homilía de la misa que inauguró el cónclave que lo eligió Papa: el cristiano tiene otra medida, muy superior a todas las ideologías y corrientes de pensamiento. Esta medida no es otra que “El Hijo de Dios, el verdadero hombre”. Así pues, la fe no es una adhesión ciega sino que está profundamente enraizada en la amistad con Cristo. Recordaba además Ratzinger que en Cristo se unen la verdad y la caridad. Podríamos añadir que separar ambas es tan disparatado como desvincular la razón de la fe. El resultado es un hombre –y un cristiano– incompleto, alguien que ha cometido el frecuente error de confundir una parte con el todo.
Añadía el futuro Papa en esa histórica homilía: “La caridad sin verdad estaría ciega; la verdad sin caridad sería como un címbalo que resuena (I Cor 13,1). Es un fiel retrato de nuestra época, oscilante entre los sentimientos irreflexivos y las palabras huecas. En ninguna de esas dos dimensiones habita el auténtico amor. Benedicto XVI no nos invita a buscar ese amor en la feria de los “ismos” sino en Cristo, el auténtico hombre donde coinciden la verdad y la caridad.
Quienes se fijaron únicamente en el párrafo de la homilía en que Ratzinger rechaza el relativismo como única y exclusiva forma de acomodación al mundo de hoy, dejaron en un segundo plano unas conmovedoras referencias a la amistad. Benedicto XVI, hombre de auténtica cultura como su predecesor, emplea una expresión latina que define la amistad: “Idem velle –idem nolle”.
En realidad, esas palabras las pone el historiador Salustio en boca de Lucio Sergio Catilina, el conspirador que quiso acabar con la República romana en el siglo I a de C. El arrogante Catilina reúne a sus amigos y cómplices en un lugar reservado de su casa para exponerles sus planes de sedición, mas en su estudiada retórica, también hay palabras veraces sobre la amistad: “Querer lo mismo y no querer lo mismo, esto es al cabo firme amistad”. A este querer y no querer, a esta confluencia de dos corazones se refería Ratzinger en su homilía, y lo aplicaba al deseo de todo auténtico cristiano de configurarse en torno a Cristo, en cumplir su voluntad, un camino seguro, pues seguimos a un Dios Amor.
La amistad supone cercanía con Cristo, proximidad que se manifiesta en su plenitud en aquella última cena pascual, en la que el Maestro, en su entrañable despedida les dice: “No os llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos” (Jn 15, 15). Benedicto XVI recordaba estas palabras de la despedida del Señor, que son un llamamiento a profundizar en la amistad con Cristo. Pero la amistad requiere trato, y un trato personal e íntimo con la persona amada. Hay que llenarse para llenar a otros de Él.
Es incomprensible que alguien viva su fe –y en definitiva, su amor– en la soledad. Ese amor tiene que desbordarse para llegar a los demás, comenzando por los más próximos. El cristiano tiene que proponer –y no imponer– con alegría ese amor, que sigue esperando a los hombres desde hace tantos siglos. No es una tarea para sus exclusivas fuerzas, no es el resultado de su mayor o menor entusiasmo. La fuerza proviene precisamente del amor, procede de ese Señor que le eleva a la condición de amigo. El cristiano tiene que orar de continuo para que Dios le ayude a dar fruto (Jn 15, 16), un fruto que permanezca, aunque llegará cuando el Señor lo estime oportuno. Solamente así, añadía Ratzinger, “la tierra pasará de ser valle de lágrimas a jardín de Dios”.
Publicado en El Pilar (mayo de 2018).