No son sólo las pantallas ni la primavera tras la ventana, también lo que leo me distrae de lo que leo. Empiezo con gran ilusión el último libro de Gregorio Luri, El eje del mundo. La conquista del yo en el Siglo de Oro español. Y en la primera página ya me he desencajado del eje. Me ha distraído esta frase: "En aquella época bastaba poner un pie en una gran ciudad -Madrid o Sevilla- para cruzarse con media docena de santos, la mitad de ellos místicos, un corrillo de artistas geniales, una discusión encendida entre escritores sublimes, tres o cuatro héroes…" y sigue. Ahora para dar con un héroe hay que irse a Londres (Ignacio Echeverría), y santos habrá, pero ¿dónde?
¿Qué ha pasado o, mejor dicho, qué nos ha pasado? Hemos perdido densidad de yo, de biografía. José María Pemán lo diagnosticó: "Ya no hay grandes pecados, sino que ahora toda la vida es un pecado continuo, monótono, soso y aburrido". O ni siquiera pecado, porque han decretado que sólo hay delitos, especialmente fiscales o de tráfico o de opinión. Y así nos va. Cuando hasta el último pícaro se sabía dueño de un alma inmortal capaz de hablarle a Dios de tú a Tú o, mejor dicho, de yo a Vos, el yo se venía arriba, como es lógico. Los amores y el pensamiento, como ha explicado Jacinto Choza, cuando uno se juega ir al infierno o al paraíso, eran mucho más vehementes.
No era sólo que se acabase de descubrir un mundo y que las fronteras de lo conocido hubieran saltado por los aires (o por los mares). Fue una conciencia de la propia conciencia y de la fuerza de la dignidad. Dos siglos antes, Dante Alighieri había dicho que el ser humano era tan singular que sospechaba que cada individuo fuese el único representante de su propia especie. Igualito que ahora que las modas nos traen y lo políticamente correcto nos lleva y las estadísticas nos estabulan y los algoritmos nos rigen, sin dejarnos el camino elegir.
Aunque la solución está al alcance de la mano. Cantaban Los Nikis que España volvería a ser un Imperio y que nuestros nietos se merecen que la historia se repita varias veces. Quizá eso no. Pero el yo fascinante que gozaron en el Siglo de Oro sí depende de nosotros. De la intensidad con que vivamos nuestra vida. Que nada nos distraiga de vivir con ideales fuertes y aspiraciones altas. Concentrémonos bien en todo. Vuelvo al libro de Luri, a ver si logro doblar el cabo de buena esperanza de la segunda página.
Publicado en Diario de Cádiz.