Hemos vivido varios “mayo 68”, porque los sangrantes hechos de la Plaza de Tlatelolco en Ciudad de México poco tienen que ver con las barricadas de París, cinematográficas y poco cruentas, como la primavera de Praga tiene poco que ver con el “mayo” de Berkeley.
De esta diversidad, envuelta bajo una misma referencia temporal, me interesa sobre todo lo que sucedió en Francia, y sobre todo sus consecuencias entre nosotros. Porque mientras Tlatelolco era la rebeldía joven, avalada por buena parte de la sociedad, contra la dictadura institucional del PRI, la Sorbona y Nanterre fue la revuelta contra los “Treinta Gloriosos” años de vida europea que, a partir de 1945, hicieron posible la reconstrucción, la superación de la destrucción, el desorden y los odios fratricidas generados por la Segunda Guerra Mundial.
Continente salvaje de Keith Lowe es una trágica exposición de la degradación en la que se encontraba Europa. De aquella derrota y despojo surgieron las tres mejores décadas que ha vivido Europa, tanto en realizaciones como en esperanzas: la gran expansión económica que da lugar al estado del bienestar que hoy se mantiene vivo. Tantas realizaciones se alcanzaron, tantas, que una parte de la generación joven que accedía masivamente a la universidad por primera vez en la historia, que no habían vivido los estragos pasados, se alzó contra los fundamentos que lo habían hecho posible y también contra un cierto orden moral que consideraban restrictivo e hipócrita, y de una manera destacada contra la familia, vista como la matriz de todos los males. Esta es la realidad de lo que quería derribar el Mayo del 68 en Francia; y por extensión en Europa Occidental. También más cosas, ligadas a la mala conciencia europea, como la colonización, pero que pertenecían a órdenes diferentes.
Todo lo que somos hoy se lo debemos a aquellos treinta años: Unión Europea, sistema público de bienestar, estado social de derecho. Naturalmente no era la gloria, pero eran tiempos en los que se podía vivir cada año mejor -no es un enunciado exactamente- que el anterior. Y todo lo que de destructivo tenemos en nuestra sociedad surge de las semillas del ’68. Significó el derrumbe definitivo en Occidente de los marcos de referencia basados en la razón objetiva, y su sustitución por la razón instrumental, que tan brillantemente critica Max Horkheimer en Crítica de la Razón Instrumental.
Pensar la vida en términos de razón objetiva es el común denominador humano a lo largo de la historia y en el mundo actual, con la excepción radical europea, al menos de su mayor parte. El ser humano en esta concepción se ha situado en el trascendente de larga duración del cristianismo, o en el materialismo colectivista del marxismo. En ambos casos los deseos del sujeto quedaban confinados por razones superiores a la persona, que encontraba en su cumplimiento la máxima realización personal, bien en relación con el Dios creador y personal, bien con la construcción de la sociedad perfecta y sin clases del comunismo.
La razón instrumental que emerge progresivamente de la Ilustración, como bien explican Alasdair MacIntyre y Charles Taylor, eclosiona a partir de finales de la década de los sesenta, en una rápida transformación que conduce al hiperindividualismo hedonista, de la realización personal entendida sólo como la satisfacción del deseo de posesión. Es el desligamiento de la antigua cupiditas, sin los límites de la práctica de las virtudes, ni las exigencias de Dios, ni de pueblo, ni de clase. Nada puede oponerse a esa realización. El bien queda convertido en lo que deseo como individuo, prescindiendo de cualquier otra razón personal o colectiva. La verdad, sospechosa de engendrar totalitarismos queda convertida en una opción, en una tendencia interpretativa (¿a quién le puede extrañar pues el actual imperio de la post verdad?). Y la autoridad confundida con el autoritarismo es despejada.
En La sociedad desvinculada (2014) intenté describir cómo aquel proceso surgido del Mayo 68 enlaza con las crisis que nos maltratan, y que han puesto un final radical a la lógica de los “Treinta Gloriosos” y la economía social de mercado. Estamos pagando muy caros dos olvidos. Que la economía es una antropología y por lo tanto los cambios vienen precedidos siempre por transformaciones de la moralidad, y que el capital moral es destruido por el propio sistema, aunque sea su fundamento, como bien explica Fred Hirsch en Los límites sociales del crecimiento
Hoy es una evidencia que el Mayo del 68 significó un momento histórico, origen de muchos de los grandes males que están destruyendo la sociedad contemporánea. Es el núcleo original del sistema de valores que llevaría a una transformación del capitalismo, que pasó de un sistema basado en la producción, la industria y el ahorro, a una economía basada en el consumo, servicios y la deuda, que encontraría su expresión económica plena en la década de los ochenta. Antes, autores como el norteamericano Christopher Lasch, Régis Debray y Luc Jerry ya lo habían descrito. Lasch fue el primero de todos, con La Cultura del Narcisismo, que tiene su corolario político en la edición post mortem de La rebelión de las élites y la traición a la democracia.
Los grandes eslóganes surgidos en la Sorbona se convirtieron en agencias de publicidad. Han viajado, desde aquel mayo, del radicalismo a la banalidad y al espectáculo, del individualismo, que se quería libertario, al hedonismo desaforado, de la transformación económica en el entretenimiento y la subvención. Sobre todo, el que ha ocasionado la eclosión de aquellas ideas es la destrucción del motor de nuestro bienestar y progreso económico, la familia. Ya no todas las familias, padre, madre, hijos tienen como vocación y voluntad su estabilidad, ya no son realidades estables que envíen el legado pasado y promuevan un futuro mejor, sino que se “hacen” y deshacen “como realidades huidizas, inciertas, inseguras”.
El intento de redefinir la familia como un acuerdo puramente voluntario proviene de la ilusión moderna de que la gente puede mantener todas sus opciones abiertas todo el tiempo. Un conjunto de personas iguales en derechos, que empieza con la progresiva destrucción de la autoridad parental. Los padres ya no son más que “papás”, y los papás son sólo segundas madres, según el modelo que parece proclamarse como deseable. El resultado es la incapacidad para educar al hijo porque la autoridad ha desaparecido, y sin ella no hay conducción, y educar es conducir. La familia es vista como una unidad de consumo necesitada del mercado (transformarlo todo en un consumidor) y esta visión se vincula sorprendentemente a los viejos fantasmas revolucionarios (destruir la familia “burguesa”). El salario familiar ha sido erosionado por los mismos hechos que han impulsado el consumismo como forma de vida.
El resultado es que la cuestión de la familia divide nuestra sociedad tan profundamente que las partes en conflicto no se ponen de acuerdo ni siquiera sobre una definición de la institución sobre la que se está discutiendo. El resultado de todo ello es una sociedad atomizada, desvinculados unos de otros, incapaz de construir acuerdos, que ha convertido la política en el ejercicio de la descalificación del otro en lugar de la procuración del bien común, en la que las élites políticas, económicas, mediáticas, forjan su propio futuro a expensas de la gente. La sociedad de la anomia, que proclama soluciones sin capacidad para realizarlas. Una sociedad donde la retórica progresista y la dictadura de lo políticamente correcto tiene el efecto de ocultar la crisis social y moral, presentarlas como los dolores de nacimiento de un orden nuevo, en lugar del derrumbe de lo que ellos mismos han creado.
Publicado en Forum Libertas.