El reciente caso Cristina Cifuentes ha terminado siendo todo un muestrario de miserias humanas de una sociedad o un sector social que ha perdido sus referencias cristianas, su sentido moral y la dignidad personal.
En primer lugar tenemos a la víctima, la dimitida presidenta de la comunidad autónoma de Madrid, que durante su mandato se dedicó a pisar callos y machacar a rivales políticos de su propio partido (el PP), mostrándose abanderada de la “tolerancia cero” contra cualquier tipo de corrupción, al tiempo que favorecía normas legales privilegiando supuestos derechos de los/las LGBT o presumía de agnóstica. Todo ello como representante de un electorado mayormente de derechas que no se considera identificado con tales ideas progres. O sea, que traicionaba a quienes la habían aupado a los altares del poder.
En definitiva, que políticamente no puede quejarse de que a la postre la hayan tratado como ella trató a otros correligionarios suyos, en un claro ejercicio de navajeo político. Además no es exclusivo de la clase política de un sólo partido, sino que se extiende a otras formaciones, como vemos con frecuencia reflejado en los medios informativos.
Si doña Cristina tuviese principios éticos, que no sé si entran dentro del agnosticismo, o tuviese alguna cultura religiosa que hiciese honor a su nombre, le sonaría aquel pasaje del Evangelio de la mujer adúltera (Juan, 8, 111), en particular la frase de Jesús a los escribas y fariseos que pretendían lapidar a la mujer sorprendida en adulterio: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Pero prescindió del consejo evangélico y ha terminado como el regador regado.
Por otro lado tenemos la información del pequeño hurto en un supermecado de dos botes de crema facial de una marca corriente, cuyo importe total ascendía a 44 €. En el fondo, una insignificancia de hace siete años, pero un hecho grave, no por su cuantía, sino por el personaje que, como todo político en el que buena parte del electorado deposita su confianza, ha de semejarse a la mujer del César, que “no sólo ha de ser honrada, sino parecerlo”. Otra máxima que olvidó la señora Cifuentes. Como también la olvidó en el tema de su máster en la Universidad Juan Carlos I. Otro asunto en sí mismo de escasa importancia, pero que afea a las personas que deben dar ejemplo desde su cargo. Un hecho propio de pícaros que un cristiano consecuente con su fe no cometería. Claro que doña Cristina no es creyente, como ella misma confiesa, por lo tanto...
En cuanto a la información que destapó estos hechos, fue la típica del más crudo periodismo amarillo. Es decir, como si se tratara del Bild alemán, o el Mirror inglés. Una información de este género, en sí misma insignificante y vieja, un periódico serio no la publicaría, como nadie publicó la “noticia” sobre la truculenta muerte de Emilio Botín, que el autor del panfleto ofreció a tirios y troyanos hasta que encontró un hueco en una especie de hoja local de Cartagena.
Y ya de sorpresa en sorpresa, tropezamos con el sermón moralista a la prensa del maestro de ética Pablo Iglesias a propósito de estos hechos, o la reacción airada y justiciera de las mozas de su partido contra la sentencia de La Manada por el abuso de una joven en los sanfermines de Pamplona de 2016. Yo no digo que sea proporcionada o no la dicha sentencia a tenor de la gravedad de los hechos, y no digo nada porque ni soy jurista ni he leído la sentencia de ochocientos y pico folios de los magistrados ni los otros tantos del magistrado discrepante. Por consiguiente, sería una temeridad pronunciarme en ningún sentido respecto a un asunto tan complejo y difícil de valorar. Sin embargo, ahí tenemos el mismo día de hacerse público el fallo, a las mocitas de los “cinco lobitos” de toda España vociferando contra los verdaderos entendidos de estas cuestiones y únicos legitimados por ley para expresar un juicio, contra el cual cabe, además, recurso. Espero que estos recursos y su resolución no se conviertan finalmente, por la presión callejera, en una forma de lucha de clases de una jauría contra una manada.