Beran había nacido en Pilsen cuando la ciudad aún formaba parte del Imperio austro-húngaro. En 1942, siendo rector del seminario de Praga, fue detenido por la Gestapo, que le consideraba un cura peligroso y subversivo, y lo envió al campo de Dachau, de donde saldría cuando fue liberado por los aliados. Su testimonio en el campo llega a oídos de Pío XII, que le nombra arzobispo de Praga y primado de Bohemia, colocándolo en una nueva línea de fuego. Con la llegada de los comunistas al poder se despliega una durísima persecución contra la Iglesia, que vio cerradas sus escuelas y periódicos, disuelta la Acción Católica y anulada la libertad religiosa. Por segunda vez aquel hombre manso tiene que enfrentarse a los monstruos, pero no tiembla y hace publicar una carta titulada ¡No calles, arzobispo, no puedes callar!, en la que denuncia la deriva totalitaria del régimen.
De nuevo es arrestado e interrogado, se le prohíbe ejercer su ministerio y todo contacto con el mundo exterior. Así transcurrieron 16 largos años, hasta que el Vaticano obtuvo su libertad a cambio de abandonar el país, lo que le supuso un gran dolor, y solo aceptó por obediencia y por el bien de la Iglesia en Checoslovaquia. Nada más llegar a Roma, Pablo VI le creó cardenal y pudo participar en la última sesión del Concilio Vaticano II.
Hoy no se cierne sobre los cristianos europeos la amenaza de los campos de concentración, pero sí la corrosión del nihilismo y el intento de marginarlos de la ciudad común. Hombres como Beran nos recuerdan cuál es la única victoria prometida al cristiano: vivir la fe como única luz que sostiene la esperanza de todos en medio de cualquier tiniebla.
Publicado en Alfa y Omega.