Tal vez sabedor de mi vicio anglófilo, cuya culpa original data de los Beatles, un compañero me regala un excelente librito de 150 páginas, titulado «Contra corriente… hacia la libertad». El autor es un sacerdote y filósofo, Mariano Fazio, un argentino que adora Inglaterra, lo cual tras las Malvinas no es tan usual. La lectura cuenta cómo tres ingleses de pura cepa, el canciller Tomás Moro, el clérigo John Henry Newman y el escritor y gacetillero Gilbert Keith Chesterton, rompieron con las convenciones de su país para abrazar a todo precio el catolicismo. En contra de los topicazos anticlericales y protestantes, los tres encontraron en su fe «una verdad que no oprime ni limita», una llave hacia la libertad, o como decía el cachazudo Chesterton, «la llave que abre todas las puertas». A Moro, que había alcanzado la dignidad de Lord Canciller, su lealtad católica le costó que el despiadado Enrique VIII le cortase la cabeza. Su serenidad, su esperanza en Dios durante su año de encierro en la Torre de Londres, eran tales que en el instante final se permitió esgrimir a su humor inglés, pidiendo al verdugo con retranca que le retirase un poquito del cuello su luenga barba, «no vaya a ser que me la cortes».
Moro y el cardenal Newman son hoy santos de la Iglesia católica, pero quien recibe creciente atención es Chesterton, tal vez por su alegría y por su humanidad, excéntrica e inabarcable, tanto física –casi dos metros de talla y 130 kilos de mole–, como intelectual: era el rey de la paradoja y no se perdía polémica.
Londinense de una familia con tres hijos, venía de una saga de agentes inmobiliarios y nació en Campden Hill, recodo de Kensington hoy coto privado de los mega ricos. Sus padres eran cristianos unitarios, pero de fe distraída. Gilbert fue un chaval fascinado con el ocultismo, que no completó la universidad y acabó en una escuela de arte, porque le encantaba dibujar. Aunque hoy simboliza el más jovial de los optimismos, atravesó de joven una fuerte depresión, resultado de irse encerrando en su mente hasta caer en un pozo de nihilismo. Lo sacarán de esa sima el apoyo y guía de su primera y única mujer, Frances Bloog, una católica con la que se casó a los 21 años; y su trabajo incansable: escribió en sus 62 años de vida 80 libros, 4.000 artículos, varios poemas y dictó centenares de conferencias, dejando una fortuna equivalente a dos millones de libras de hoy. Chesterton fue virando lentamente hacia la fe de Roma y ya cuarentón se bautizó.
Contemplar en acción al enorme Gilbert K. debía suponer una mayúsculo espectáculo, con su carcajada fácil, su pelo leonino, un sombrero demasiado canijo para su cabezón, el bigotón rubio, las gafillas equilibristas sobre la punta de la nariz y una capa anticuada tapando el corpachón. Un camarero de una taberna de humo y espirituosos de Fleet Street, donde solía escribir, lo describía así: «Es un hombre muy inteligente. Se sienta y se ríe. Luego escribe alguna cosa. Y después se ríe de lo que ha escrito».
Chesterton nunca perdió la mirada sorprendida de un niño («no existen cosas poco interesantes, sino personas poco interesantes»). Tampoco dejó de hacer chiquillerías, como lanzar cuchillos a los árboles de Hyde Park para probar su puntería, lo cual a veces acababa en lío con la poli. Cultivaba un desaliño excéntrico, a lo Dr. Johnson, algo que siempre divierte a los ingleses. No solía faltar algún lamparón rebelde en su levita. Era despistado hasta la pesadilla. Escribió muchos de sus ensayos en los andenes ferroviarios porque se pasaba la vida perdiendo trenes, o subiéndose al convoy equivocado. Le podía la gula, quizá el más disculpable de los pecados. Nunca lo abandonaron los puros y la cerveza, pero regalaba este consejo: «Bebe porque te sientes feliz, nunca porque te sientes fatal».
El tonante apóstol de la libertad y la justicia murió de un reventón cardíaco en su casa de Beaconsfield, a 38 kilómetros de Londres, tras dar los buenos días a su mujer. Aquel día Inglaterra se volvió más triste.
Como todo humano, Chesterton es una criatura imperfecta. Hijo de su tiempo, algunas de sus alusiones raciales y sobre los judíos hoy nos rechinan (aunque mostró una aversión temprana hacia Hitler y uno de sus grandes amigos era judío). Chesterton no tragaba a los alemanes, por su culto a la técnica, que veía deshumanizada, y su obediencia ciega: «La adoración de la voluntad es la negación de la voluntad». Tampoco soportaba la admiración jabonosa -él diría boba- hacia los millonarios, de los que tenía el peor concepto. Al hombre moderno le daba un consejo corto y claro: «Ponerse de rodillas y alabar a Dios». Pero su fe nunca le impidió un buen chiste: «La Biblia nos dice que amemos a nuestros vecinos y también a nuestros enemigos. Probablemente lo afirma porque suelen ser la misma gente».
No le gustaban ni el socialismo marxista ni el conservadurismo inmóvil: «Los progresistas se dedican a cometer errores y los conservadores, a evitar que se corrijan esos errores». Ideó con su gran amigo Hilaire Belloc la ideología que llamaron el distributismo, cuya primera propuesta fue devolver al público corriente terrenos que habían sido alambrados por terratenientes. Bebían en cierto modo de las ideas comunales de los primeros cristianos. Sus planteamientos resultaban tan honorables y bienintencionados como probablemente utópicos.
Pero Chesterton está de moda porque hace cien años ya ponía pie en pared contra la eugenesia, el relativismo moral, el materialismo y el determinismo científico. Supo ver las bombas morales que llevarían enseguida a la II Guerra Mundial, que él no llegó a sufrir, cuyo eco todavía resuena. Chesterton defendía a los pobres, el mérito y los derechos de la gente común; la belleza en las artes, frente a las chuminadas snobs; la familia, el sentido común y el catolicismo como un ancla que de certidumbre para poder explorarlo todo con criterio y libertad. Desconfiaba además de quienes no respetan las verdades del corazón. Chesterton opera como una vacuna anticipada frente a la actual ola egotista del «progresismo», que niega a Dios e idolatra al Estado regulador.
Algunos de sus seguidores han propuesto que se abra una causa para beatificarlo. Si lo escuchase se le fugaría una estruendosa carcajada. Pero sin duda Gilbert K. está en el cielo, porque como él mismo decía, «los ángeles pueden volar porque se toman a sí mismos a la ligera».
Artículo publicado en El Debate el 26 de marzo del 2023.