La recién nombrada presidente de la Comisión Europea, es decir, la máxima autoridad de este complejo artefacto que designamos como Unión Europea, es alemana y se llama Úrsula Gertrudis Von der Leyen (nacida Albrech). Es persona muy curtida en la política de su país, es mujer de trazas claramente aristocráticas, y es sobre todo madre de siete hijos, madre y esposa tradicional, quiero decir. Con tal perfil, no puede menos de llevar puesta la etiqueta de cristiana, cristiana tradicional, quiero decir. Pero esa etiqueta da lugar a equívocos divertidos, que sería interesante elucidar.
Si uno mira en las enciclopedias internéticas, se encuentra con que unas veces Frau Von der Leyen es presentada como protestante, y otras como opudeísta. Y aunque ocurre que hoy día uno puede ser ya unos ratos protestante y otros ratos católico, lo que de ningún modo puede ser a la vez es protestante, sea luterano, o sea calvinista, y miembro del Opus Dei o de cualquier otra institución católica del sector digamos prefrancisquista.
No sé cuál es la fe concreta de nuestra primera autoridad en Europa, aunque no sería ligereza mía considerar que en cualquiera de los casos se trata de una mujer genuinamente cristiana, e incluso yo diría que, por contraste con los políticos hoy al uso en nuestro mundo, muy cristiana. Pues bien, el hecho que me mueve a teclear estas líneas es precisamente una declaración reciente de tan encumbrada señora, en la que al referirse a las raíces conformadoras de Europa "se olvida" del cristianismo. Europa no puede entenderse, dijo, sin el legado de la cultura clásica griega y el del derecho romano. De la religión de Cristo ni una palabra. Declaración reciente, sí, o cuando menos posterior a su elección como presidenta del órgano europeo, por lo que no cabría excusar su olvido en el afán de no perder apoyos entre los europeos musulmanes o budistas. No, la Sra. Von der Leyen ha omitido aludir al componente cristiano de Europa, siendo ella cristiana, no por miedo a perder un puesto de trabajo en la alta política, o por miedo a recibir unas críticas, que serían simplemente ridículas (¿quién que conoce algo de Europa no ve la huella del cristianismo por cualquier parte del continente?), sino pura y simplemente por vergüenza. Le da vergüenza, diríamos, barrer para casa. Para ser presidente de todos los europeos, pensará ella sin duda, tengo que hacer como si mi cristianismo fuera una cosa no exhibible, una cosa tan privada e íntima como, por ejemplo, el color de mi ropa interior.
Yo conozco esa vergüenza. La conozco de primera mano. Yo supe un día lo que era sentirte de pronto católico y tener que ocultarlo por una mezcla de orgullo y pudor. ¿Cómo un hombre como yo, tan leído, tan liberado de dogmatismos de toda clase, va a presentarse de pronto como alguien perteneciente al redil de la Iglesia? ¿Cómo puedo caer tan bajo? Y durante mucho tiempo iba a misa furtivamente.
Dio la casualidad de que, en el mismo periódico en que leí lo de Von der Leyen, leí otra cosa parecida del escritor Manuel Vilas. En una encuesta sobre libros recomendables para leer este verano, el fino, el agudo Sr. Vilas nos propone Los Hermanos Karamázov. Pero al tener que motivar en unos renglones tal preferencia, el escritor omite también cualquier alusión a lo cristiano de ese libro. Y quien sepa, como yo, que Los hermanos Karamázov es una novela evangélica de arriba abajo, de hecho la más grande novela escrita jamás sobre la religión de Cristo, incluso una novela, me atrevo a asegurarlo, imposible de leer para quien no tenga una buena dosis de cultura religiosa y de aprecio al cristianismo, tiene que concluir que Manuel Vilas, el autor de Ordesa, puesto que no es ningún memo, está dominado por la vergüenza de confesar que uno de sus libros favoritos es un libro empapado totalmente de la fe en Cristo.
Este es el panorama en que nos movemos. De la religión, y en particular de la religión cristiana, se habla cada vez menos. Hay mucho de desprecio, hay mucho de indiferencia, sobre todo entre los jóvenes. Y hay sin duda mucho de odio, lo sabemos perfectamente. Pero aún hay algo mucho más terrible: hay vergüenza. La vergüenza, el pudor, es tal vez el sentimiento más íntimo del hombre, más profundo aún que el miedo. Según oí una vez a un especialista, lo último que pierde el cerebro de una mujer con alzéimer es el sentimiento de pudor íntimo. Pues la vergüenza de los que todavía son cristianos de sentimiento (o de identidad) a manifestarlo, con orgullo o sin él, con simple naturalidad, el deseo de cubrirlo, de cubrirlo bajo el velo del respeto a la mayoría que ya no piensa o siente como uno, es el capítulo penúltimo de la pudrición de Europa.
Publicado en El Diario Montañés.