El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña que:
"Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y confiados a la Iglesia, a través de los cuales se nos otorga la vida divina. Son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los Enfermos, Orden y Matrimonio” (n. 224).
“Los sacramentos son eficaces ex opere operato («por el hecho mismo de que la acción sacramental se realiza»), porque es Cristo quien actúa en ellos y quien da la gracia que significan, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe” (n. 229).
“Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a cada uno de los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la gracia sacramental, el perdón de los pecados, la adopción como hijos de Dios, la configuración con Cristo Señor y la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben” (n. 230).
El Código de Derecho Canónico, por su parte, afirma en el canon 840 que:
"Los sacramentos del Nuevo Testamento, instituidos por Cristo Nuestro Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesial; por esta razón, tanto los sagrados ministros como los demás fieles deben comportarse con grandísima veneración y con la debida diligencia al celebrarlos”.
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Estas verdades de la fe católica debieran llevarnos a todos, a sacerdotes y fieles, al máximo aprecio de los sacramentos. Sin embargo, no parece ser así.
Con el fin de tomar conciencia de la posible devaluación que sufren actualmente los sacramentos, vamos a reflexionar brevemente sobre cinco de ellos y con más detención sobre el sacramento de la Penitencia y el de la Unción de los enfermos.
El Bautismo es uno de los sacramentos que, si tenemos en cuenta el número de padres que lo piden para sus hijos, todavía, entre nosotros, tiene un aprecio considerable. Pero no debemos pasar por alto que, aun en nuestro entorno, el número de no bautizados, en relación a los nacimientos, crece cada día. Ni dejemos de considerar y preguntarnos si, para algunos padres, es la fe el móvil para pedir este sacramento para sus hijos o bien son otras razones. Dadas las circunstancias, es urgente responsabilizar y formar a los padres mediante una seria catequesis.
Si tenemos en cuenta el número de los que debieran recibir el sacramento de la Confirmación y los que, de hecho, la reciben, la situación resulta preocupante. Con el añadido de que esos mismos que reciben el sacramento en un día determinado, a los pocos domingos, a veces al siguiente, ya no asistirán a la misa dominical.
Sobre la sagrada Comunión es preciso hacer muchos distingos. Si comparamos la situación actual con la de décadas anteriores, quizás hay más frecuencia en relación con los que asisten a la misa. Pero, también es verdad que, en no muchos años, el descenso de la asistencia a misa ha sido muy notable. Sea como fuere, dejadas aparte las estadísticas, hay un hecho: hay una considerable desproporción entre los que se acercan a comulgar todos los domingos y los que reciben el sacramento de la penitencia. Cabe, pues, preguntarse: ¿estamos ante mayor fidelidad en el comportamiento de vida cristiana y aumento de amor a la eucaristía o, más bien, estamos ante la pérdida de delicadeza de conciencia? Quizás sea razonable que se plantee.
Si consideramos la Eucaristía en cuanto sacrificio y reparamos en la asistencia de fieles a la misa dominical y fiestas de precepto, es evidente que ha disminuido en número considerable; en todas las edades, pero, especialmente entre los jóvenes y aun entre los niños, tenemos que reconocer que es bajísima.
Hasta el mismo sacramento del Orden podemos decir que ha sufrido actualmente en su aprecio. Por una parte, estamos ante una escasez de vocaciones nunca imaginables entre nosotros; por otra, ante la dolorosa realidad del no pequeño número de secularizaciones en estos últimos cincuenta años. El sacerdocio no goza del respeto y valoración propios de este sacramento. El pueblo cristiano, ante el hecho doloroso de las secularizaciones y no menos ante el secularismo que ha entrado hasta en lo más íntimo de la Iglesia, como es el sacerdote (así lo constata Roma en algunos documentos), ha bajado en su aprecio y valoración. Y no precisamente en cuanto consideración social, que también, pero que no es ningún mal, sino más bien puede resultar algo positivo; sino , que sí es altamente negativo.
Puesta la mirada en el Matrimonio, sin que hoy entremos en más comentarios, la situación se presenta sumamente preocupante. Las uniones de hecho se multiplican, los divorcios aumentan en número y la permanencia parece ser que cada día se hace más corta; la maternidad se reduce; se admiten como matrimonio las uniones entre el mismo sexo. Por otro lado, la violencia entre cónyuges y en la familia en general crece de año en año. Y, lo que es peor, si exceptuamos el capítulo de la violencia doméstica, las demás situaciones se van admitiendo socialmente como normales; hasta como una conquista de libertad en muchos casos.
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Hoy, sin embargo, nos hemos puesto como objetivo una reflexión especial sobre los sacramentos de la Penitencia y la Unción de los Enfermos.
La Penitencia, por su propia naturaleza, siempre ha conllevado una reticencia por una parte de los fieles. Hoy, mucho más.
La recepción de este sacramento no ha sido frecuente por parte de la mayoría de los fieles de nuestras comunidades; se reducía a un reducido grupo que comulgaba a diario, semanal o mensualmente. Pero la mayoría cumplía con lo que exigía el canon 906. “Todo fiel de uno u otro sexo, una vez que ha llegado a la edad de discreción, esto es, al uso de razón, tiene obligación de confesar fielmente todos sus pecados una vez por lo menos cada año”. Doctrina que recogía el Catecismo de de la Doctrina Cristiana. Texto Nacional y expresaba de la siguiente manera: “El Segundo Mandamiento de la Santa Madre Iglesia: es confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar”. Lo cierto es que la recepción de este sacramento en Cuaresma, en la mayor parte de las parroquias rurales, era muy numerosa. En las ciudades quizás era menor porcentualmente, si bien era mayor el de confesión frecuente.
Hoy la Iglesia sigue con idéntico requerimiento. Dice el Código de Derecho Canónico en el canon 989: "Todo fiel que haya llegado al uso de razón está obligado a confesar fielmente sus pecados graves al menos una vez al año”. Doctrina que recoge el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica en el n. 305: “Todo fiel, –dice– que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves al menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir la sagrada Comunión”.
Pero, si bien la Iglesia sigue con idéntico requerimiento, la respuesta por parte de los fieles no es la misma. Si exceptuamos los que confiesan y se acercan a la sagrada Eucaristía con cierta frecuencia, y no todos, el número de los que se acercan a recibir el sacramento de la penitencia es muy limitado.
Ahora bien, si sigue siendo verdad el principio de que ‘no hay nada sin razón suficiente’, no solo cabe la pregunta de cuál es la razón de esta situación, sino que tenemos obligación de hacérnosla.
En un artículo de periódico, de hace ya unos años, cuando le preguntaban a un sacerdote de cierta parroquia del barrio de una populosa ciudad por la razón del abandono de este sacramento, decía: "Lo que ocurre es que . Y da corte acudir a contar determinados problemas o sentimientos a alguien que es como tú".
Por supuesto que no es la única ni la principal razón. Pero el habernos hecho “personas normales”, personas en cierto modo “de mundo”, seguro que ha tenido una influencia negativa; no podemos ignorar la relación tan íntima, entre confesor y confesando, que implica este sacramento. Con un sacerdote “igual que el vecino de enfrente”, si falta madurez en la fe, sumamos una nueva dificultad para que los fieles se acerquen a la confesión. No habrán perdido la fe, pero sí la “fe” en nosotros (la confianza necesaria).
Hay otras razones no despreciables. Por ejemplo, el descuido o la poca diligencia que los sacerdotes hemos podido tener en el ejercicio de este ministerio. Dos preguntas y su respuesta pueden hacernos reflexionar: ¿Cuántas horas a la semana dedicamos los sacerdotes al confesonario? ¿En cuántos templos, sobre todo rurales, hay un horario al público de confesiones? Se suele aducir que no acuden files a recibir este sacramento, y no está falto de verdad; pero es preciso admitir que nuestro celo pastoral debe llevarnos al confesonario no solo para confesar, sino para que puedan acercarse fácilmente a confesarse. ¿Los misioneros enviados a ciertos países, en los que es en extremo difícil lograr conversiones, podrían aducir esta razón para marcharse? La perseverancia, el ejemplo y la oración constante, es lo nuestro; lo restante es cosa de los designios de Dios.
Por otra parte, no se trata solo de una práctica pastoral recomendable, sino de algo que la Iglesia manda. Dice el canon 986 § 1. “Todos los que, por su oficio, tienen encomendada la cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles. § 2. Si urge la necesidad, todo confesor está obligado a oír las confesiones de los fieles; y, en peligro de muerte, cualquier sacerdote”.
Cabe, todavía, hacerse otra pregunta: ¿Cómo hemos catequizado a los fieles en relación a este sacramento? Hemos hablado de las cinco condiciones necesarias para hacer una buena confesión, y hemos hecho bien. Pero quizás hemos puesto en negrita lo del examen y la confesión de los pecados, cuando lo más importante es “la contrición (o arrepentimiento)” y el consecuente propósito de no volver a pecar. Es más, creo que no hemos sabido transmitir a los fieles que se trata del sacramento de la misericordia. Un sacramento en el que Dios nos espera anhelante, con los brazos abiertos, para darnos el abrazo del perdón. Sin olvidar en nuestra catequesis un aspecto, aunque de otro orden, muy conveniente: la necesidad psicológica y moral que tenemos todos de abrir nuestra conciencia. El cerrarnos sobre nosotros mismos destruye. El silencio de los pecados corrompe el alma en ambos aspectos, psicológico y moral, la destroza. Pues bien, en la confesión se encuentra el confidente más acogedor y fiable para abrir la conciencia, el confesor. Estamos, pues, ante el sacramento “más humano”. También esto hemos de hacerlo ver.
En el fondo, es evidente que la causa última está en la carencia o precariedad de la fe. Pero, en esta como en tantas otras cosas, es muy conveniente que hagamos examen por lo que a nosotros, como sacerdotes, incumbe.
No hay duda de que estamos ante un sacramento divino, por supuesto, pero inmensamente “humano”; hoy, sin embargo, devaluado por los fieles y, posiblemente, no debidamente valorado por nosotros los sacerdotes.
La Unción de los Enfermos es un sacramento del que se habla poco. Tengo la impresión de que siempre se ha hablado poco, pero hoy menos. En otro tiempo, sin embargo, aunque no se hablara lo suficiente de este sacramento, sí se tenía en cuenta a la hora de recibirlo. Actualmente, sin embargo, da la impresión de ser escasamente requerido por los fieles y parece ser que los sacerdotes no sienten la misma preocupación que en tiempos pasados se tenía a la hora de su administración.
Todos los sacramentos son la mano misericordiosa de Cristo que se acerca a nosotros en diversas circunstancias de la vida. En este caso, podemos decir que la Santa Unción es la prolongación de Cristo acercándose al sufrimiento humano en la hora definitiva. Quiere sanarnos desde la raíz misma del mal: el pecado.
Dice el Código de Derecho Canónico: “La unción de los enfermos, con la que la Iglesia encomienda los fieles gravemente enfermos al Señor doliente y glorificado, para que los alivie y salve, se administra ungiéndolos con óleo y diciendo las palabras prescritas en los libros litúrgicos” (canon 998).
Y el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, al hablar de sus efectos, enseña que: “El sacramento de la Unción confiere una gracia particular, que une más íntimamente al enfermo a la Pasión de Cristo, por su bien y por el de toda la Iglesia, otorgándole fortaleza, paz, ánimo y también el perdón de los pecados, si el enfermo no ha podido confesarse. Además, este sacramento concede a veces, si Dios lo quiere, la recuperación de la salud física. En todo caso, esta Unción prepara al enfermo para pasar a la Casa del Padre” (n. 319).
Se trata, pues, de un sacramento importantísimo siempre y, en algunos casos, necesario. De aquí que el Código de Derecho Canónico diga en el canon 1001: “Los pastores de almas y los familiares del enfermo deben procurar que sea reconfortado en tiempo oportuno por este sacramento”. No aconseja solamente, manda.
Todo muy reconfortante. Pero ¿cuántos son los que reciben hoy este sacramento?
Si se hace constar en el Libro de Difuntos los sacramentos recibidos, sería interesante conocer el porcentaje de fieles que lo reciben.
Es cierto que una gran mayoría de los enfermos graves son trasladados a los hospitales y, gracias a Dios, contamos con capellanes celosos que cuidan con diligencia de los enfermos. Si bien la fe dormida o la falta de formación de muchos enfermos y, sobre todo, de quienes los rodean, pueden obstaculizar la acción pastoral de los capellanes. Pero no todo se ha de dejar al hospital. Porque hay otras situaciones a tener en cuenta. Veamos. El traslado de los enfermos graves desde el lugar de residencia al hospital no siempre se hace con urgencia; por consiguiente, en estos casos es posible y probablemente conveniente que reciban el sacramento en su domicilio. Tampoco es raro que enfermos sin esperanza de curación sean trasladados desde el hospital al lugar de procedencia. Finalmente, no faltan ancianos que permanecen en su residencia habitual hasta el final de sus días.
Habida cuenta de todas estas circunstancias y visto el cuadro de posibilidades, si prescindimos de los que la reciben en el hospital, ¿cuántos enfermos reciben la Unción de los Enfermos?
Otro dato a tener en cuenta es la opción de la Unción comunitaria. Es una oportunidad para que pueda recibirse con tranquilidad y la debida preparación; cada párroco verá las posibilidades y conveniencia que existe en cada parroquia. No obstante, habida cuenta de que: “Puede reiterarse este sacramento si el enfermo, una vez recobrada la salud, contrae de nuevo una enfermedad grave, o si, durante la misma enfermedad, el peligro se hace más grave” (canon 1004 § 2); pienso que, si se dan las circunstancias y sin caer en exageraciones, tiene que ser muy consolador recibir este sacramento en los últimos momentos de esta vida, antes del paso a la eternidad.
Estamos en una sociedad en la que los ancianos y enfermos quedan marginados; ¡no aportan nada al producto interior! “Ya se encargan la Seguridad Social o las ONG…” En estas circunstancias, los sacerdotes, si queremos poner en valor lo humano y lo divino de cualquier persona humana o grupo social, no podemos menos de acercarnos a este grupo social, cada vez más numeroso, de enfermos y ancianos. Sobre todo, cuando necesitan ser confortados y asistidos con el sacramento de la Unción. Los párrocos rurales tienen aquí un campo no pequeño. En muchos casos, no cuentan con niños y jóvenes, algo tan importante en una parroquia y tan enriquecedor para el sacerdote, pero no faltan ancianos. La pastoral de ancianos y enfermos no se presenta con colores tan atrayentes como la de otras edades, pero llega a ser en extremo gratificante.
Hace años era una seria y santa preocupación de todo párroco o capellán que ningún fiel, salvada siempre la libertad, pasara a la eternidad sin haber recibido los sacramentos; no había hora, fuera de noche o de día; ni kilómetros al anejo o anejos, aun sin coche; ni lluvia, nieve o calor: era preciso que pudieran recibir los santos sacramentos.
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Los sacramentos están devaluados. Que la fe ha decaído en nuestros fieles es una amarga constatación; pero es posible que también en nosotros, los sacerdotes, haya bajado un tanto la sensibilidad y la valoración debida. No sería, pues, tiempo perdido volver a repasar el tratado sobre los sacramentos de la teología dogmática y de la moral. Ahora, con el bagaje de la experiencia, encontraríamos mayor riqueza, tanto para nuestra vida personal como pastoral. Con el tiempo se pueden perder matices y sensibilidad en lo que hacemos con frecuencia o damos por conocido y conviene volver a fijar la mirada.