En la noche de Pascua los catecúmenos recibieron el Bautismo por el que fueron “lavados, santificados, justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6, 11). Gracias al sacramento de la regeneración fueron “revestidos de Cristo” (cf. Ga 3, 27). El pecado no cabe, pues, en el cristiano. Pero, cada vez que rezamos el Padrenuestro se renueva nuestra conciencia de ser pecadores y seríamos unos mentirosos si dijéramos que no tenemos pecado (cf. 1 Jn 1, 8). La vida nueva que recibimos en el Bautismos “puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1420). Por eso, Dios ha venido en socorro de nuestra debilidad y ha querido que la Iglesia continuase la obra de curación y sanación de su fundador Jesucristo.
Estos días pasados hemos leído en más de una ocasión el texto de San Juan en el que se nos narra la aparición de Jesús a sus discípulos en la tarde misma del día de la Resurrección. En esa ocasión Jesús les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 22-23).
El Señor instituyó así el sacramento de la Penitencia o del perdón, o como también se le denomina, sacramento de la Confesión. Sí, porque la confesión de los pecados es parte importante del mismo. En su estructura, junto a la contrición y al propósito –la conversión que mira al pasado y al futuro−, tenemos también el acto del penitente que llamamos confesión o manifestación de los pecados al sacerdote (CIC n. 1491). Este “acto” del penitente entra necesariamente en la dinámica misma de la conversión. Se puede decir que sin confesión no hay verdadera conversión. Hasta tal punto le es íntima.
En efecto, en “el movimiento de retorno a Dios” llega un momento en el que se hace necesario evidenciar el pecado, identificarlo, decirlo, llamarlo con su propio nombre. No es una exigencia extraña a ese movimiento; es uno de sus momentos. Tanto es así, que los pecados mortales no confesados por existir un impedimento que hace imposible la confesión, deben ser “dichos” −cuando desaparezca el obstáculo que la hacía imposible−, en la primera confesión sucesiva.
No se trata de masoquismo por parte de la Iglesia, que no quiere eximir a nadie del “tormento” de la confesión. Las ciencias del espíritu humano enseñan mucho al respecto. Psicólogos y psiquiatras conocen bien la necesidad de que sus pacientes exterioricen lo que llevan dentro, para ser sanados: es preciso que cuenten, que hablen.
Por otro lado, la dimensión social es una aspecto esencial de la personas. Necesitamos comunicarnos, abrirnos a los demás, participar a otros lo que llevamos dentro. Además, y por lo que se refiere a las culpas, si no se habla de ellas terminan por producir mayores heridas interiores. Quien habla de sus problemas, de sus tensiones, de sus culpas experimenta habitualmente una liberación. Si no se comunican, si no se dicen, si los nudos interiores no salen a la luz, resulta muy difícil, o quizás incluso imposible, que se curen, que se suelten. Lo que no se dice de algún modo, lo que no se exterioriza y se comunica, no se cura. Quizás encontramos aquí una de las razones –que podemos llamar “psicológicas”− de cuanto afirma el Catecismo de laIglesia Católica: “El que quiera obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia” (n. 1493). La confesión debe ser, por eso, integra. La ocultación voluntaria de un pecado reconocido como tal falsea el entero movimiento de la conversión a Dios.
De otro lado, por ser el pecado algo personal, cada uno ha de asumir la responsabilidad de los propios pecados. Debemos implorar el perdón de todos y cada uno de ellos para obtener su absolución y perdón. La Confesión es por eso personal-individual. Y por el hecho de causar un mal a toda la Iglesia con nuestros pecados, ésta se hace presente en este sacramento en la persona del sacerdote.
Monseñor José María Yanguas es el obispo de Cuenca.