El discurso de Enmanuel Macron en el colegio de los Bernardinos el pasado 9 de abril ha llenado los titulares de la prensa francesa no solo por su contenido sino también por el rechazo de una parte de la izquierda política. El joven presidente ha sido criticado en nombre de la laicidad de la república y por pretender otorgar supuestamente un papel privilegiado a la Iglesia católica en el espacio público. Creo que muchos críticos solo han leído la referencia al sentimiento de Macron de la existencia de un abismo en la relación entre la Iglesia y el Estado, y apenas han leído pocas líneas mal de un elegante y bien preparado discurso que se ha pronunciado bajo las bóvedas de los Bernardinos, el lugar ideado por el cardenal Lustiger para el encuentro y el diálogo entre la Iglesia y la sociedad, y que fue visitado por Benedicto XVI hace diez años.
De las opiniones de los críticos se deduce que su concepto de la laicidad es excluyente. Solamente el Estado es el fiel guardián de los valores de la laicidad, y los actores sociales tienen la obligación de eclipsarse ante él. Cualquier intento de preconizar un diálogo o una colaboración entre el Estado y las religiones se considera una vuelta atrás en la historia, la ruptura de una supuesta neutralidad que debería de ser rigurosa. En consecuencia, el lugar para la religión no es otro que la esfera privada de los individuos. De ningún modo debe sobrepasar ese umbral porque esto sería considerado como una coacción a la libertad de los ciudadanos.
Esa concepción de la laicidad, que en realidad es laicismo, pretende a la vez suprimir no solo la colaboración personal sino el mero conocimiento del otro. Es la supresión de la posibilidad de amistad, o de algún tipo de empatía, porque si existiera, podría socavar los muros gruesos de la ideología. En mi opinión, esto se llama miedo. En cualquier caso, es una concepción de la laicidad, en la que se desearía transformar al presidente de la república, en incisiva expresión de Macron, en “el inventor o el promotor de una religión de Estado con un credo republicano sustituto de la trascendencia divina”. Se comete el error de considerar que la laicidad tiene por función negar lo espiritual en nombre de lo temporal, tal y como ha recalcado el presidente, que, sin duda, estaba seguro de que iba a recibir críticas.
El discurso de Macron es extenso, de estilo elegante y bien construido. Se aprecia el bagaje intelectual del presidente en las citas de autores católicos, que forman parte del legado cultural de Francia. Pero solo quiero detenerme en dos aspectos de la intervención que me parecen significativos.
Ha habido durante años un gran debate sobre las raíces cristianas de Europa, pero esta idea no ha sido recogida por la mayoría del Parlamento Europeo. A este respecto, Macron matiza: “Y sobre todo, no son las raíces las que nos importan, porque también pueden estar muertas. Lo que importa es la semilla. Y estoy convencido de que la semilla católica debe contribuir otra vez y siempre a hacer vivir a nuestra nación”. En efecto, el debate sobre el cristianismo ha adquirido muchas veces rasgos historicistas, pero si el resultado se asemeja a una gran catedral gótica, llena de tesoros artísticos, y en la que el culto y la liturgia apenas están presentes, habrá que concluir que las raíces se han secado o han caído en el olvido. Si restaurar las raíces es dejarse llevar por la nostalgia de un tiempo pasado, arrebatar al cristianismo su iniciativa y su creatividad, que implican docilidad a los mandatos divinos, habrá que concluir que no merece demasiado la pena. Será otra reacción impulsada por el miedo. Es mejor identificarse con un sembrador divino que va arrojando generosamente la semilla que un día u otro ha de fructificar, aunque los cristianos de hoy no estén para recoger los frutos, pero habrán surgido nuevas raíces vivas. Lo que ahora toca es no caer en la tentación de obsesionarse por la situación del mundo y pretender arrancar el trigo juntamente con la cizaña.
“Lo que golpea a nuestro país no es solamente la crisis económica. Es el relativismo. Es incluso el nihilismo. Es todo lo que da que pensar que nada vale la pena. No vale la pena aprender. No vale la pena trabajar. Y sobre todo no vale la pena tender la mano y ponerse al servicio de algo más grande que uno mismo”. Es un buen retrato de la era posmoderna hecho por Macron, que subraya el declive de las solidaridades y la esperanza. El individualismo imperante olvida a los enfermos, los aislados, los desclasados, los vulnerables, los abandonados, los disminuidos, los presos, independientemente de su origen étnico y religioso… No tiene ojos para lo que sucede a su alrededor, es insensible a los sufrimientos físicos y morales de los otros.
Macron certifica que no todos los franceses son conscientes de la labor de la Iglesia con las personas necesitadas de ayuda. Probablemente tienen una imagen del catolicismo como mero guardián de la moral y las buenas costumbres, hasta el extremo de la caricatura. Y, sin embargo, esta labor, que no es solo social o humanitaria sino que es una consecuencia de la fe, podría llevar a trabajar juntos a personas de distintos credos o ideologías, creyentes o no creyentes, que comparten la convicción de la dignidad del ser humano. El filósofo católico Paul Ricoeur, que fue profesor de Macron, animaba a superar lo que él llamaba prospectiva sin perspectiva con esta fórmula: “Aspirar a más, pedir más. En esto consiste la esperanza, siempre aspira a más de lo que puede aspirar”.
Desde esta perspectiva, que carece de límites, existe espacio para el cristianismo en la esfera pública, en los terrenos donde confluyan la solidaridad y, sobre todo, la fraternidad, que no solo es un lema de la república francesa sino que, tal y como recuerda el Papa Francisco, es fundamento y camino para la paz.
Publicado en COPE.es.