La izquierda, al menos la española, no es ducha en economía. Se constata una vez más. Somos el país próspero que más ha sufrido el rejonazo del Covid y el de peor recuperación. En realidad nuestra izquierda nunca ha priorizado el frente económico, el crucial en la vida de las personas, porque saben que una filosofía que cree más en el reparto que en los empresarios siempre merma la riqueza. El autoproclamado «progresismo» intenta entonces compensar su punto débil cargando la mano en cuestiones ideológicas: el cambio de hábitos sociales, la relectura de la historia, la corrección política... Si el Gobierno es muy sectario, como los de Zapatero y Sánchez, incluso lanza programas de ingeniería social, cuya meta última es algo tan orwelliano como uniformar el pensamiento de los ciudadanos alrededor de un consenso único, el progresismo izquierdista, lo cual facilitará el poder casi perenne de quien imponga esas tesis.
Y lo van consiguiendo, como se percibe en la dolorosa indiferencia de la sociedad española ante la ley de Eutanasia, impulsada por vía exprés, saltándose el dictamen de los organismos éticos consultivos y sin sensibilidad alguna (pues todavía lloramos la trágica muerte en las residencias de miles de ancianos desvalidos). La nueva norma de «avance social» permitirá «ayudar a morir» a quienes padezcan «sufrimiento físico o psíquico insoportable». Si no viviésemos en la era del eufemismo diríamos la verdad: lo que legalizarán es poder matar al que sufre. Pero al público le parece moderno, avanzado, porque el consenso progresista reposa sobre la triunfal subcultura del descarte. El débil se ve presionado y no merece protección, se acaba antes sacándolo del medio (sé que suena durísimo, pero eso es lo que se autorizará). Cierto que la ley salvaguarda la libertad de conciencia de los médicos, pero los que se nieguen a aplicar el nuevo «servicio» de la Seguridad Social serán anotados en un registro. Las muertes por suicidio asistido serán consignadas oficialmente como de «causa natural».
La ley es defendida con un discurso mendaz, dando a entender que no hay alternativa entre los padecimientos insufribles y la «solución» de matar legalmente a quien los soporta. No es cierto. La propia doctrina de la Iglesia es contraria al ensañamiento terapéutico y admite la sedación de los terminales, aun a sabiendas que se acorta su vida. Como recordó la oposición en el Congreso -sin que nadie le haga ni caso- existen los cuidados paliativos, que alivian enormemente a quienes sufren -sin matarlos- y que en España están en pañales: solo se están ofreciendo a 65.000 de los 222.000 españoles que los requieren. Por lo visto invertir ahí no es «progresista».
El problema de fondo es que no existe alternativa intelectual de peso frente a la corriente dominante. La socialista Carcedo, exministra de Sanidad, afirmó en su defensa de la ley que a la derecha «le falta empatía con el concepto de vida y muerte que pueda tener cada uno». Alegre burramia filosófica, algo así como decir que cada uno podemos tener un concepto de lo que es respirar. Pero la España que piensa calla. Ya hay miedo a discrepar.
Publicado en ABC.