Hay algo peor que haber sido vapuleado, y es el hecho de no saber que has sido vapuleado. En eso los católicos parten con ventaja, ya que ellos subestiman muchos menos a Dios de lo que lo hacen sus verdugos. Para el común de los laicistas e historiadores esforzados en secularizar de manera antinatural la Historia de Europa y América, un católico de combate sería un prototipo de cristiano luteranizado y comulgante con todas las acusaciones negrolegendarias atribuidas a la Iglesia de Roma a lo largo de su historia. Es lo que tiene entender el interior de la fe desde un mundo exterior. Pero en lo que nos ocupa, dicha expresión es la defensa de la Iglesia católica y de su apostolado. Ardua tarea para la materia, que, como siempre, precisa de grandes dosis de espíritu.
El sacrificio de las primeras comunidades fue sobrehumano, dejar la semilla iba a suponer dar la vida, tal como Jesucristo enseñó: “En verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere produce mucho fruto” (Jn 12, 24). Dicho grano germinó, dando incontables frutos para la posteridad. En cada época siempre hubo hombres y mujeres que dieron su vida por ser el trigo del catolicismo. Desde San Esteban, primer mártir de la Iglesia, pasando por cuantos fueron colgados (victimas del protestantismo cerril) en el árbol de Tyburn de Londres, hasta los perseguidos u hostigados en nuestros días por el comunismo chino. No obstante, son muchos los caminos en la más dulce de las bregas, y todo aquel que elige ser grano de trigo tiene un grado de exposición muy elevado.
Ser un católico de combate responde a un concepto más amplio que el martirio físico: defender la fe católica desde el puesto que toque custodiarla. Muchos y muy grandes intelectuales han combatido el anticlericalismo y el antipapado desde la pluma con una lucidez inusitada para sus perplejos adversarios: hombres como Chesterton, Belloc o Benson en Inglaterra, o Berglar en Alemania (en su gran obra sobre Santo Tomás Moro), son algunos dignos ejemplos a seguir. Enfrentando las hostilidades del mundo moderno al pie de sus escritorios con valentía y finura, desmontaron cuantas injurias, falacias y prejuicios inveterados apuntaban en dirección a Roma.
Para ello tuvieron grandes maestros en el pasado. Eran tiempos complicados cuando, durante el siglo IV, San Agustín (gran católico de combate donde los hubiere) defendió la doctrina frente a donatistas y arrianos, entre otros movimientos heréticos (su tratado Herejías bien merece capítulo aparte). Qué decir de Santo Tomas de Aquino, quien, invistiendo la fe de toda razón, dejo una semilla eterna cuyas esencias llegaron hasta el mismísimo Concilio de Trento. Portador de esa semilla fue San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, cuyo nombre responde a la idea de “una compañía de combate al servicio de Dios”, considerada un gran bastión en la lucha contra la mal llamada Reforma.
Esa raza, cuya génesis data de los primeros grandes pensadores cristianos y cuya voz se ha negado siempre a permanecer en las catacumbas, es hoy más necesaria que nunca, ante la tiranía de la corrección política, los trampantojos del relativismo y la proscripción política a la que el cristianismo se ve sometido en más de media Europa. La verdadera espada, de la que poco se habla y menos se conoce en el orbe pagano, fue la batalla intelectual por la defensa de la Iglesia católica. Gracias a todos aquellos grandes pensadores apareció, junto al martirio y la evangelización, una nueva semilla a germinar: la defensa dialéctica del legado de Cristo en Simón Pedro y su lugar en el mundo. Para continuar esa memorable labor, el católico parte de dos armas: la fe y el Espíritu Santo. El laicista no entiende la primera ni conoce la segunda.