El sábado me encontré con mi hijo mayor en la puerta de nuestra casa. Yo volvía de realizar un recado mañanero y él partía rumbo a la biblioteca de su facultad universitaria, con el propósito de dedicar la jornada al estudio. Como elemento llamativo, se había puesto unas gafas de sol que, para mayor detalle, tienen las lentes redondas. «Pareces John Lennon», le dije cariñosamente. Él me respondió con una pregunta: «¿Era ese el de los Beatles?». Después de refrendarle que había dado en la diana, se despidió apurado, pues el reloj corría y no deseaba perder el autobús que iba a llevarle al centro de Madrid.
Los Beatles seguirán siendo un referente dentro de cincuenta años, supongo, porque dieron inicio a un nuevo modo de entender la música ligera, pero no tengo nada claro que el público del futuro llegue a distinguir quién era quién entre los miembros de la banda, incluso que sean pocos -los historiadores del fenómeno musical, por ejemplo- los que acierten al colocarles sus nombres. Los ídolos tienen su momento, por muy universales que los hayamos hecho; son pocos los que resisten un par de generaciones. No en vano, Paul McCartney hace mucho que dejó de ser un joven melenudo (¿melenudo?... cuando publicaron She loves you apenas iba despeinado, aunque escandalizara con sus trazas a nuestros abuelos). Ahora es un anciano con el pelo teñido que no despierta ningún interés entre los adolescentes.
John Lennon, al que un perturbado asesinó en el portal del edificio de Nueva York en el que vivía (lo cuento para los lectores más jóvenes), declaró en 1966 que los Beatles eran más famosos que Jesucristo y que, frente a la música pop, el cristianismo estaba en decadencia. Aquellas palabras levantaron ampollas, sobre todo en los ambientes puritanos de los EE.UU., donde los discos del cuarteto de Liverpool ardieron en hogueras inquisitoriales. Fue un titular desafortunado, fruto de la borrachera con un éxito que les desbordaba. Pero también fue premonición de que no hay líder que dure cien años. Ni sesenta.
Marx habló con ira del «opio del pueblo», porque el cristianismo era la más firme barrera a su filosofía totalitaria. Y Stalin y Lenin se vieron obligados a poner punto y final al culto a su personalidad asesina el día definitivo de su muerte, en el que comenzó la reconstrucción de una etapa empapada en gritos, horror, sangre y fosas comunes. A Hitler, otro dios (o demonio) vengativo, el Valhalla le duró menos, pero arrastró tras de sí la vida de millones de inocentes. ¿Y la Corea de los mesiánicos Kim, reyes de las hambrunas y los juicios sumarísimos? Llegará el día, no muy lejano, en el que la historia encierre para siempre su megalomanía en el cajón de las barbaries. ¿Y los hermanos Castro, tótem del paganismo caribeño? ¿Acaso Fidel, junto a Chávez y tantos iluminados, no es polvo de cementerio?
La Historia está cuajada de ídolos de pies de barro. También la musical, con permiso de Lennon y su pretensión de haber superado el reinado de Cristo con su guitarra y los millones de libras que cobró por derechos de autor. Una vez dio por sentado que la cruz estaba superada, buscó llenar su afán de plenitud en las chaladuras de un yogi indio -Maharisi Mahesh-, empujando a buena parte de la juventud de la posguerra a ciertas creencias orientales con las que sustituyeron la trascendencia por las drogas y el amor libre. Y sí, John Lennon cantó a la paz, e hizo de la paz su bandera, aunque su defensa de la armonía entre los hombres se resumiera en la grabación del famoso Imagine, donde evoca la utopía de una Tierra sin religión, en la que los hombres se respetarán desprovistos de las leyes divinas, como si no lleváramos un animal salvaje en nuestra naturaleza, así como en To give peace a chance, en cuyos coros participó Timothy Leary, fundador de una secta psicodélica (otro diosecillo), responsable de la muerte de miles de jóvenes mediante su “santo sacramento” (sic) del consumo de las drogas de la paranoia, especialmente el LSD.
Pasan los años (unos dos mil dieciocho) desde el nacimiento de Jesús de Nazaret. Pasan los siglos en los que el poder, el dinero y la fama aseguran haberlo derrotado. Pero hoy, como siempre, Jesús vive en cada persona que anhela su Misericordia.
Publicado en El Observador (México).
Tomado del blog del autor.