Hace diez años la escritora y filósofa Elsa Punset escribía un artículo con un título impactante: ¿Hay vida antes de la muerte? Una pregunta ciertamente provocadora, que tiene especial interés y actualidad en el contexto de la celebración cristiana de la Resurrección de Cristo. En efecto, en el momento en que una parte importante de la cultura occidental ha dado la espalda a sus raíces religiosas, al tiempo que se ha entregado al materialismo y al hedonismo, tiene sentido hacerse una pregunta que va mucho más allá de un ingenioso juego de palabras: la cuestión ya no es solo si existe vida después de la muerte, sino si hay vida antes de la muerte.
Que nadie piense que estamos ante un planteamiento ajeno a la escatología cristiana. Si bien es cierto que nuestra fe confiesa que la resurrección de Jesucristo aconteció en un momento y lugar determinados, al igual que nuestra resurrección personal acontecerá en la parusía, al mismo tiempo creemos firmemente que esa resurrección se adelanta a los tiempos por la acción de la gracia. De esta manera, la esperanza cristiana nos permite vivir el presente desde el futuro que nos ha sido dado en la resurrección de Jesucristo. O dicho de otro modo, el estilo y el tono de nuestra vida denotan y delatan nuestro futuro escatológico. ¿Cómo es nuestra vida actual: “resucitada” o “mortecina”? Este es el dilema.
Ahora bien, ¿cuáles son los indicios propios de una vida resucitada? Sin pretensión de ser exhaustivo, me referiré a cuatro en concreto:
En nuestra sociedad anidan un nivel de agresividad y de frustración interior muy notables. Es un tópico recordar que basta asomarse a Twitter para comprobarlo. Y es que las carcajadas pueden llegar a ser el disfraz que oculta el drama de la amargura. Como decía Benedicto XVI en su exhortación apostólica Verbum Domini: “Se pueden organizar fiestas, pero no la alegría”… Pues bien, la paz y la alegría son un don de la Pascua, y se fundan en la certeza de que la resurrección ha vencido a la muerte; en la certeza de que el mal no tiene la última palabra; y en la certeza de que somos amados por Dios con un amor apasionado y fiel; un amor que es mayor que nuestra infidelidad.
Cuando no estamos en paz con nosotros mismos, inevitablemente vivimos en guerra con todos los que nos rodean. Y el primer signo de ello suele ser el juicio duro y desesperanzado hacia los demás. Sin embargo, la Pascua de Cristo nos posibilita formular un “juicio resucitado” hacia el prójimo. Detrás del “setenta veces siete” del evangelio no se esconde meramente un precepto moral, sino el don de una esperanza resucitada. Si nuestro patrono San Ignacio de Loyola nos propone “salvar la proposición del prójimo”, es porque la mirada y el juicio resucitados son capaces de descubrir en el prójimo los dones que permanecen ocultos para quien no tiene esperanza… La dureza de juicio es indicio de una vida mortecina, mientras que el juicio de misericordia lo es de una vida resucitada.
La importancia de la virtud de la perseverancia estriba en que es necesaria para que todas las demás virtudes puedan dar fruto. Y, sin embargo, un signo de nuestro tiempo es la tendencia a explorarlo todo sin comprometerse en firme con nada. Parece como si nuestra cultura fuese incompatible con los compromisos definitivos; con la apuesta de toda la vida y para siempre. Aunque a veces tendemos a reprochar a los niños esa inconstancia propia de quien se ilusiona con algo, para cansarse a las pocas horas, lo cierto es que mucho más preocupante resulta esa inconstancia en los adultos… Pues bien, la Pascua de Resurrección nos ofrece el don de una paciencia resucitada, que es hija de la esperanza y madre de la perseverancia. El Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2737) recoge una cita muy interesante de un monje del desierto de Egipto en el siglo IV, llamado Evagrio Póntico: “No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante la perseverancia en permanecer con Él en la oración”.
Tal vez debiéramos hablar de los miedos, en plural. Pero es obvio que, a lo largo de toda la historia de la humanidad, el miedo a la muerte ha sido el miedo fundamental, por mucho que los filósofos cínicos emulasen la táctica del avestruz, como hizo Epicuro en el siglo III a. de C. (“La muerte es una quimera, pues cuando yo estoy, ella no está; y cuando ella esté, yo no estaré"); y por mucho que hoy en día recurramos a la estrategia de no hacernos preguntas. Lo cierto es que el miedo a la muerte está humanamente justificado, hasta el punto de que es señal de tomarse la vida en serio. Si la muerte no tiene sentido, tampoco la vida parece tenerlo.
En este dilema existencial, la fe que vence al miedo es un signo de vida resucitada: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?” (Salmo 27). En definitiva, la Pascua de Cristo nos permite vivir en la confianza que nace de la victoria de Cristo sobre la muerte. Su victoria es la nuestra, hasta el punto de que la Sagrada Escritura se refiere a Jesucristo como el “primogénito de entre los muertos” (Col 1, 18). Confesar a Cristo como “primogénito” en la resurrección, es referirse a nosotros, de forma implícita, como los hermanos menores, llamados a participar de la victoria de Cristo, nuestro hermano mayor. ¡Feliz Pascua de Resurrección a todos!
Monseñor José Ignacio Munilla es el obispo de San Sebastián.