Andrés y Natalí son dos amigos venidos de allende el Atlántico que se han enamorado muy seriamente; y, como a todos los enamorados, les gusta hablar de las vicisitudes de su amor, de sus perplejidades y desconciertos. En un determinado momento, Natalí nos confiesa –con rebozo, incluso con cierta extrañeza– que no sería capaz de acostarse con un hombre al que no amase; y casi nos pide excusas al confesarlo, consciente de que sus palabras pueden sonar pacatas. Pero, en realidad, acaba de formular sencillamente una verdad humana muy profunda, tan profunda que nuestra época se ha dedicado a denigrarla y escarnecerla hasta hacerla irreconocible. Y esa verdad es que el cuerpo y el alma –o, si lo preferimos, la carne y el espíritu– no pueden disociarse, aunque su convivencia sea conflictiva. Sólo cuando estamos mutilados podemos acostarnos por puro deseo sexual con alguien a quien no amamos.
Pero el caso es que muchas veces lo hacemos. Muchas veces el deseo sexual reclama sus ‘derechos’, exige satisfacción, al margen del amor. Y esta exigencia, que antaño era habitual en el hombre, ahora la impone también la mujer; pues, como se sabe, lo que nuestra época presenta como ‘avances’ o ‘conquistas’ no es más que equiparación rastrera. Así el deseo sexual y el amor han llegado a disociarse por completo en la conciencia moldeada de las masas, que se nutre de los maniqueísmos más disparatados: por un lado la carne, por otro el espíritu; por un lado el deseo sexual, por otro el amor, muy nítidamente separados en compartimentos estancos. Y es que el secreto propósito de estas separaciones netas sigue siendo el mismo que animaba a los maniqueos de antaño (que separaban el bien y el mal para luego afirmar que tenían el mismo poder): ahora se trata de negar la posibilidad de que el alma pueda gobernar la carne (o, si se prefiere, de que los apetitos puedan ser vencidos por la virtud).
Por supuesto, se trata de una falacia grosera. El alma y la carne no son polos que se repelan, sino platillos de una balanza que buscan el equilibrio. Y, aunque sea mucho más sencillo dejar que la balanza se incline hacia uno u otro platillo, el equilibrio entre ambos es lo más parecido a aquella aurea mediocritas a la que se refería Aristóteles (que nada tiene que ver con la ‘mediocridad’, sino con el dominio templado de las pasiones). Sin embargo, cuando uno de los platillos pesa más que el otro, suele esconderse una enfermedad de una naturaleza contraria a la que podríamos imaginar. Así, por ejemplo, en la búsqueda de placeres carnales sin donación espiritual no hay más que curiosidad; es decir, un pecado del espíritu infiltrado en la carne. Una curiosidad malsana que se distingue porque acaba generando, tarde o temprano, hastío, indiferencia, incluso repulsión. Igual que el tragón acaba comiendo sin saciarse, la persona urgida por el deseo sexual acaba convirtiendo sus hazañas de cama, su bulimia sexual, en una insatisfacción perenne (tal vez la nostalgia de un amor que apacigüe su insaciable deseo). ¿Y qué decir de quien espiritualiza su amor hasta despojarlo de deseo sexual? También este amor está enfermo, pues el alma acaba contaminándose del deseo reprimido. «Un amor ideal que niega a la carne sus derechos legítimos no solamente agota la fuerza vital, sino que acaba pervirtiéndola», escribía Thibon. La carne reprimida no se espiritualiza, sino que se disfraza y adopta fingimientos a veces muy retorcidos, hasta que la libidinosidad se corrompe y gangrena los ideales espirituales (pienso, mientras escribo estas líneas, en el canónigo Fermín de Pas, el personaje de Clarín).
El alma no puede someter del todo la carne; en cambio, puede perfectamente elevarla. Y, elevándola, puede lograr con ella la más hermosa alquimia: puede cobijar las cenizas del deseo –porque todo deseo sexual acaba consumiéndose, tarde o temprano– y convertirlo en un amor duradero. Pero el amor duradero no se alcanza a través de los goces de la carne, tampoco de las ensoñaciones espirituales. Se logra a través de las renuncias mutuas, de los sacrificios compartidos, de la aceptación de los defectos del otro. No hay plenitud en el amor (plenitud carnal y espiritual) sin este aprendizaje doloroso; y esa plenitud se manifiesta como una comunión profunda, una forma deliciosa de amistad en la que los amantes desean unir sus cuerpos, «cual vid que entre el jazmín se va enredando», y también sus almas, quedándose a vivir en el alma de la persona amada, acostándose con ella las veinticuatro horas del día, por toda la eternidad. Para este grado de compenetración personal hemos sido creados; y quien la alcanza puede traspasar y trascender el ocaso de los años, haciendo que cada instante de su vida sea eterno.
Publicado en XL Semanal.