Este inicio de Semana Santa llama a todos los que creen en el Señor a participar en la novedad que la muerte y resurrección de Jesús trajeron al mundo: una luz, aún débil, que surca un mundo devastado por la violencia. Una luz que cambia el curso de la historia y la lleva a su cumplimiento, y que pasa de la entrega a la voluntad del Padre, que llega incluso a la aceptación de la muerte, vergonzosa y dolorosa, en la Cruz.
El anuncio antiguo y siempre nuevo que la Iglesia, con indefectible fidelidad, propone desde hace dos mil años, es el de la muerte y resurrección del Señor; el hombre nuevo que vive en el mundo llama a todos los que creen en Él a participar en esta novedad. Este anuncio surca hoy, como luz furtiva, la noche del mundo, como la liturgia católica recuerda a menudo en las grandes festividades de la Navidad y la Pascua. La Pascua surca como la luz -una luz aún débil- un mundo devastado.
El mundo de hoy es un mundo devastado por el mal. Es un mundo en el que la violencia constituye el código de comportamiento a todos los niveles, desde los familiares a los internacionales. Violencia que elimina al interlocutor, considerado un enemigo, para afirmar una posesión, indiscutida e indiscutible, por parte de cada persona individualmente.
La violencia ha sembrado la muerte en las familias, con asesinatos de esposas, maridos, incluso de hijos; como nos dicen las estadísticas cada año, en Italia tenemos centenares de huérfanos de ambos progenitores, en los casos de homicidio-suicidio, o de uno de los dos. Miles de niños cuya vida ha sido destruida en su fundamental exigencia de ser acogidos, criados, educados.
Tenemos la terrible violencia -terrible por cómo es canalizada- de las imágenes que la televisión vende en cada momento, con cadáveres abandonados en las carreteras y apenas cubiertos por una tela blanca. Parecen ser una presencia que se da por descontada en ciudades como las nuestras, en las que te esperas que de un momento al otro empiece un tiroteo, que alguien haga justicia a su manera.
Esta violencia ha invadido las relaciones, la vida social. Es terrible para mí -que soy un anciano profesor- que los hechos me hayan llevado a tomar conciencia de que también la escuela se ha transformado en un ámbito de violencia: violencia de algunos profesores -por suerte, poquísimos- hacia los alumnos; violencia de éstos o de sus progenitores hacia los profesores. Como si la relación más grande y más sagrada que hay en la tierra, la relación educativa, se hubiera convertido en una relación de opuestos. Como si los progenitores fueran la oposición de los profesores; y los profesores la oposición de los estudiantes. Como si lo importante fuera establecer quién tiene razón. Obviamente, basándose en el supuesto que los jóvenes nunca están equivocados.
Violencia también en una determinada manera de divertirse: diversión sin reglas. Hay espacios de diversión, sobre todo para los jóvenes, que están fuera de toda consideración, de cualquier control. Días y noches en los fines de semana dominados por una expresión, podríamos decir feroz, de los propios instintos. Cubiertos por la privacidad y ostentados en público en el momento en que surge con claridad lo que ha dado contenido a la convivencia en el fin de semana.
Ante una sociedad como ésta, en la que el mal se extiende, la Iglesia, sobre todo a través de nuestro testimonio individual, afirma que hay otro código en el mundo. No el de la violencia o el del abuso; no el de la afirmación absoluta de los propios derechos, supuestos o reales. Hay otro código y es el código de la entrega al Padre por el que el Señor se ha sacrificado, aceptando la muerte, muerte dolorosa y vergonzosa, de la Cruz. Es por la obediencia al Padre que ha aceptado su destino de mortificación para recoger el destino de triunfo, de gloria. Regnavit a ligno Deus. Dios ha reinado desde la experiencia larga y pobre de la Cruz, sobre la que aceptó ser clavado.
Me gustaría hablar a todos los hombres, sin distinción entre creyentes y no creyentes, sin distinción de razas, de culturas, de factores sociales y políticos, con esa grandeza de corazón que tuvo la primera Iglesia que, por boca de Pablo, dijo: "No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3, 28). Me gustaría decir a todos los hombres que conozco, y también a aquellos que no conozco pero que custodio en mi corazón, que la entrega de Dios al hombre y la del hombre a Dios que se celebra gloriosamente en la muerte y en la resurrección del Señor, es decir, en la Pascua del Señor, ha cambiado el sentido de la historia; ha cambiado y cambia el sentido de la historia y es un elemento positivo, es una energía positiva que está dentro del tejido de la historia y la lleva hacia su cumplimiento.
Podemos parecer -y cito de nuevo a Pablo- "una pequeña grey", pero somos enviados a todos los hombres como signo verdadero de unidad, esperanza y salvación. En la certeza de esta unidad del Señor con nosotros hermanos, renuevo a todos mis mejores deseos de Buena Pascua. Que sea una identificación con la Pascua del Señor para experimentar su sacrificio y su gloria. En nosotros, desde ahora.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Monseñor Luigi Negri es arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio (Italia).