Si en España quedase algún teólogo de fuste escribiría un fenomenal sermón que sirviera para escarmiento de puritanos, tomando como excusa el penoso gatuperio universitario que protagoniza en estos días Cristina Cifuentes. A Cifuentes le gusta actuar como al doctor Pedro Recio de Tirteafuera, aquel médico charlatán de la ínsula Barataria que iba señalando con una varilla las viandas que Sancho no podía comer, dejándolo al final con las tripas descomulgadas. Un día tomó Cifuentes su varilla de señalar corrupciones y empezó a hacer con sus conmilitones lo mismo que aquel médico insulano hacía con las viandas. ¡Con qué desparpajo y petulancia puritana despachaba Cifuentes a los corruptos, cómo galleaba y se pavoneaba de ser la única flor perfumada en el fétido albañal de su partido! ¡Qué brío y donaire empleaba en repartir culpas, quedando ella como una Juana de Arco de armadura resplandeciente!
La teología nos enseña que los pecados del espíritu son mucho más temibles que los pecados de la carne. En la corrupción del político que mete la mano la caja hay, a la postre, una concupiscencia de bienes materiales propia del hombre gobernado por el vicio y las bajas pasiones. Pero, ¡ah!, la concupiscencia de bienes espirituales es pecado mucho más altivo y diabólico. Al diablo –que es un espíritu puro– no lo mueven la lujuria, la gula o el afán de riquezas, que son pecadillos propios de pobres hombres; al diablo lo mueven el orgullo, la vanidad, la soberbia, el anhelo de encumbrarse. Los pecados del espíritu son, sin duda, los que más nos aproximan a los ángeles (caídos); y el puritano, que puede permitirse el lujo de prescindir de los pecados torpes de la plebe (tan carnales y primarios, tan rebozados de burdos apetitos y flujos venéreos), no puede en cambio sustraerse a las tentaciones que adulan su espíritu: el aplauso mundano, el reconocimiento académico, la caricia y el halago masturbatorios de su egolatría. Y, a la vez que se deja tentar por estos pecados angélicos, el puritano se ensaña con los débiles que sucumben a tentaciones mucho más elementales. Aquí se palpa la pretensión soberbia de quien se cree (pues el puritano, al fin, es un iluso) capaz de vencer todas las tentaciones por sus propios medios y sin encomendarse a la ayuda divina, ¡como si no fuese falible él también! De este error antropológico y teológico, que es causa de las mayores calamidades, esta Cifuentes ha hecho siempre alarde, considerándose por encima del enjambre de los politiquillos corruptos, a los que señalaba con su varilla.
Ahora Cifuentes se ve atrapada en un penoso gatuperio universitario. La acusan de tunearse el expediente académico, con mastercitos de tócame Roque, cambalache de notas, tesinas fantasmales y otras lindezas de parecido jaez; y todas sus explicaciones resultan tan peregrinas e inconsistentes que no hacen sino hundirla más en el fango (y con ella a la universidad que se prestó al gatuperio). Pero ya nos advertía Torres Villarroel contra quienes se gradúan con nocturnidad, «entre gallos y medianoche, y comprando la borla incurren en una simonía civil de las muchas que se cometen en la Corte, adonde vienen a recuas los mulos cargados de panzas de doctores, licenciados y bachilleres». Se nos olvidaba decir que Cifuentes no sólo nos recuerda a Pedro Recio de Tirteafuera en su manía puritana de señalar con la varilla a todo bicho viviente o fiambre. Pues aquel médico insulano y charlatanesco, según nos cuenta Cervantes, presumía de tener «el grado de doctor por la Universidad de Osuna», donde –¡vaya por Dios!– nunca hubo estudios de medicina. Y es que al puritanismo siempre le ha gustado más tunear expedientes académicos que a un tonto una tiza.
Publicado en ABC el 24 de marzo de 2018.