No es casual que Von Balthasar incluyese ésta máxima de Juana de Arco en su comentario a las lecturas navideñas[1]. La precedencia dada en todo momento a Dios por la doncella enviada al rescate de Francia y condenada por un tribunal eclesiástico, merece brillar con luz propia sobre el portal donde ha nacido el Niño: Von Balthasar nos recuerda que el Verbo encarnado tendrá como norte de su vida hacer la voluntad del Padre hasta morir en la Cruz. Queda implícito que Jesús de Nazaret no viene a derogar la Ley, sino a darle cumplimiento (Mt 5, 17) y que su didáctica del amor, antes que cualquier reclamo sentimental, invita a la obediencia - si me amáis cumpliréis mis mandamientos (Jn 14, 21-23) - porque se nos explica, sobre todo, que la liturgia pascual de Cristo, consumada en la Cruz, expresa la auténtica economía de la caridad cristiana. No hay Evangelio sin Cruz, viene a decírsenos. O, más exactamente, no es posible el seguimiento ni el encuentro, ni el anuncio, de Jesucristo, Dios encarnado, sin intentar darle precedencia a la voluntad de Dios: La precedencia otorgada a Dios es el presupuesto de la Cruz porque es el signo de contradicción que nunca - y hoy menos que nunca - perdona el principado del mundo.
 
Desde tiempos apostólicos, se ha venido insistiendo con razón en que el amor místico, invisible, se demuestra mediante el amor al prójimo a quien vemos y palpamos. La Ley y los profetas se sintetizan en este doble mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (Mt 22, 37-40). Ambos amores se implican, dice santo Tomás, en razón de su fin. La caricatura farisaica de justicia teologal sin amor al prójimo obligó al propio Jesús y después a la Iglesia a insistir en la caridad hacia los hermanos con reiteración profética. Durante siglos, la perversión más recurrente del Evangelio ha consistido en despreciar el sufrimiento ajeno, cercano o lejano, revistiendo tal injusticia con ropajes religiosos: Pueden advertirse todavía hoy desviaciones de este tipo, que interpretan por ejemplo la condena de la teología de la liberación en un sentido sobrenaturalista contrario a todo compromiso profético y que, en cambio, no hacen ascos a la coyunda con las ideologías explotadoras del tercer mundo. La caridad sin juicio crítico de las estructuras sería simplemente un vestigio de aquella caricatura farisaica. Por ello, todo amor eficiente al prójimo nos parece poco: No cabe el «exceso» en la caridad, y la expresión más auténtica del kerigma cristiano es la entrega desprendida.
 
Sentado todo lo precedente, ésta misma caridad hacia el prójimo está pidiendo la denuncia de algo que puede observarse ya como una radical perversión de aquella: Podemos encontrarnos ante una falsificación emergente de la caridad, que pudiera resultar definitiva por no ser ya producto de miserias humanas sino de una refinada malicia seudo-profética: Esa perversión de la caridad que consiste en rechazar la primacía divina absoluta y su precedencia, en nombre del amor al hombre.
 
Claro está, tal perversión de la caridad se insinúa, por ahora, con una gama variopinta de inflexiones: Desde algunas elaboraciones «teológicas» tratando de homologar nuestra Fe en las estructuras antiteas, hasta versiones menos intencionadas, deudoras de planteamientos carentes de reloj teológico, sin el cual resulta difícil situarse. La multiplicación en los últimos años de tales dialécticas dibuja ciertamente un mapa preocupante porque revela una subversión que afecta al nervio mismo de la voluntad teologal de la Iglesia. Es el mapa de una suplantación latente y quizá contenida, pero de ningún modo neutralizada en profundidad y menos aun eliminada.
 
No se trata de un problema fácil, porque la perversión dialéctica de la caridad nunca podría combatirse recortando sus expresiones legítimas. El amor no puede racionarse debido a la presencia de sus falsificaciones. Por el contrario, debería extremarse en todos los ámbitos y llevarse a todos los territorios. Pero quizá ahora necesite una conciencia más exigente de la imbricación entre sus dos dimensiones: Ningún ejercicio religioso ni social puede ser verdadera caridad cuando contiene elementos que suponen o implican el menor desdoro de la supremacía divina. La negación de la presencia, trascendencia, alteridad y precedencia del Creador, aun en detalles aparentemente nimios de la evangelización o del culto, pervierte la caridad. Los experimentos interconfesionales, si inducen de cualquier manera a equiparar lo verdadero con lo falso, o a confundir lo objetivo con lo subjetivo, prostituyen la caridad.
 
El lenguaje mudo de la Cruz expresa la respuesta más terminante a estas falsificaciones: Los brazos del madero horizontal simbolizan el abrazo misericordioso al hombre, a la humanidad pecadora. Son el fruto de un Sacrificio que se apoya sobre el madero vertical, clavado en el suelo pero enhiesto hacia ese Cielo cuya voluntad consuma. La caridad horizontal se sustenta sobre la caridad vertical de tal manera que sin ésta oscilaría en el vacío. Hay, ciertamente, un punto de intersección entre verticalidad y horizontalidad que equilibra ambas dimensiones. Pero ese punto, sobre el cual sangra el Corazón abierto de Dios, representa también aquella frontera donde la caridad fraterna se subordina a la piedad filial. Los cristianos no pregonamos una solución optativa entre otras, no: Ofrecemos por el contrario la Verdad objetiva, que no imponemos sino proponemos, pero que debemos proponer con la plenitud de sus implicaciones y la advertencia clara de las consecuencias que derivan de aceptarla o rechazarla. Nuestra certeza de la Verdad con mayúscula es la que escandaliza a la cultura dominante. Pero esa certeza no puede modularse ni rebajarse sin traicionar al Amor que la infunde…
 
La justicia del Reino de Dios que conviene buscar primero (Mt 6, 33) reclama su dimensión trascendente además de la horizontal, pues sin la perfecta conjugación de ambas no habrá añadiduras. Es el mismo Jesucristo que come y bebe sin complejos con publicanos y pecadores el que advierte solemnemente que la incertidumbre acerca del momento de su retorno no autoriza a golpear a los compañeros ni a comer y beber con los borrachos (Mt 24, 48-51). Existe pues una diferencia sustancial entre la presencia restauradora allí donde la caridad lo exija, por sórdido que parezca el lugar, y aquella otra confraternización con los embriagados por la autosuficiencia humana y la idolatría inmanente. La incógnita más dramática de nuestro tiempo pudiera radicar precisamente en la definición de los límites entre una y otra actitud, definición complicada con los recovecos y sutilezas crecidos no al calor de la misericordia, sino de la dialéctica. Porque la semiótica del Evangelio tiene que ser clara y sencilla: Esto sí, aquello no. Sabiendo que el mundo terminará finalmente convencido, antes de lo que pensamos, en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio (Jn 16, 8).
 
Hay frontera y subordinación precisamente porque existe una precedencia entre ambas dimensiones de la caridad. La ironía del Señor acerca de su tardanza señala como raíz de ésta confusión el menosprecio de los signos de los tiempos…Es que ésta última ignorancia, cuando menos, hace muy difícil comprender que, además de sostener aquella dimensión vertical de la caridad, convendría disponer el terreno de tal forma que tampoco pueda ser abandonada en el futuro inmediato. En eso consistiría nuestra caridad hacia el hombre de mañana, mucho más que en convergencias medioambientales. Y es que un Evangelio despojado de su horizonte de esperanza, profético, inequívoco y hoy clamorosamente apremiante, se vacía de aquello que mejor ilumina la realidad presente y futura.
 
Qué sencilla delicadeza, tan medieval, la de Juana de Arco al mostrarnos, al precio de su vida, este orden de prioridades. Porque muy inconsistente sería nuestro anuncio, y muy flaca nuestra caridad, si mostrando estos días el Niño del pesebre a nuestro entorno no añadiésemos inmediatamente que ese Niño indefenso va a regresar pronto, no ya tan niño ni tan indefenso, para regir con cetro de hierro a las naciones (Ap 12, 5).
 

[1]