En sus famosos Coros de la Roca, el poeta inglés T.S. Eliot habla de la Iglesia como un templo que debe estar edificándose siempre, ya que su condición histórica es la de derrumbarse por dentro y ser atacada desde fuera. La intuición genial de Eliot se ve corroborada en algunos momentos con una luminosidad solar. Es verdad que la imagen de este derrumbarse-reconstruirse nos comunica un punto de desasosiego, como si nunca se alcanzase esa estabilidad tranquila que imaginamos como ideal. Y sin embargo, nos permite mirar con realismo y esperanza situaciones de la vida eclesial que, en un primer momento, nos desconciertan y llenan de amargura.
Me viene todo esto a la cabeza al ponderar un cúmulo de noticias de los últimos días, procedentes de los cuatro puntos cardinales. Por ejemplo el calvario de la Iglesia en Australia tras el Informe de la Comisión Real sobre los abusos sexuales protagonizados por sacerdotes, el predominio de la pulsión tribal sobre la comunión eclesial en algunas diócesis de África, o el abandono de la fe entre las generaciones más jóvenes de los principales países europeos, revelado en un devastador estudio publicado por The Guardian. Y aunque de diversa cuantía, también son muestra de carcoma la miopía de algunos responsables eclesiales, la ferocidad suicida con que algunos atacan al Papa Francisco, supuestamente en nombre de la integridad de la fe, o la pretensión de «secuestrar» su enseñanza y sus gestos para diseños ideológicos que, al no verse satisfechos, se traducen ahora en ácido escepticismo. ¡Cuidado no os devoréis como los perros!, advertía ya el apóstol, y no hace muchos años lo recordaba Benedicto XVI.
En cada momento histórico existen ramas secas en el árbol de la Iglesia, siempre podremos encontrar en algunos miembros del cuerpo eclesial una especie de aluminosis que amenaza ruina. Ciertamente, la Iglesia que camina en la historia no puede ser confundida con el paraíso, aunque lo anuncia y lo señala, y aunque a través del don de la santidad cotidiana nos permite empezar a gustar ya en la tierra esa plenitud de vida. Mientras dura su peregrinación la Iglesia es un campo de labranza, y por tanto de combate. No sólo por los que la asaltan desde fuera, sino porque es inevitable que experimente en su propia tierra la debilidad e incluso el mal de quienes la formamos. Afortunadamente el que decanta la suerte de este dramático combate es el Señor de la viña, que ha pagado con su propia sangre para suscitar una y otra vez los brotes de una vida nueva.
Derrumbarse y reconstruirse, esa es la ley de su vida dice el gran Eliot. De esa edificación constante también tenemos evidencia, y callarla sería un pecado. Mirando a las últimas semanas recuerdo a María José Vila, la valerosa priora de un convento de agustinas recoletas en Kenia que tras años de infructuosos intentos ha sacado agua de las entrañas de la tierra y ahora sirve a toda su comarca; o el sacerdote Paul Elie Cheknoun, nacido en Argelia y converso, que ahora se juega la vida en una parroquia recibiendo a quienes desean recorrer su mismo camino, corriendo su mismo riesgo por la joya encontrada; o Cindy, la joven de 26 años que ha conocido mi colega Fernando de Haro visitando el santuario de Sheshan, en Shangai, y que representa a miles y miles de su generación que encuentran en Cristo la repuesta a su sed en el nuevo totalitarismo chino; o Ignacio y Jonathan, dos entre los mil trescientos jóvenes españoles que se preparan para ser sacerdotes, con un atrevimiento alegre pero no ignorante del contexto que les espera; o mi amigo Ferrán, que gasta la vida educando a chavales en una de las comarcas más secularizadas de España, en la Cataluña profunda, haciendo que un brillo nuevo nazca en los ojos de quienes ya son hijos de un nihilismo espeso. Son sólo algunos ejemplos de esa edificación cotidiana que mantiene en pie la Iglesia a pesar de tantos derribos. No terminaría, pero quiero completar la imagen con dos gigantes que el Señor ha regalado a su Iglesia en los últimos tiempos: Benedicto XVI, con su luz dulce y penetrante para entender la historia y el contenido de la fe; y Francisco, con su pasión alegre y arrebatadora de salir a los cruces de los caminos con la única riqueza de Cristo, que se inclina sobre las llagas del hombre para salvarle.
No hay alternativa posible a esta dinámica de desgaste y edificación, porque el Señor ha querido realizar su obra contando con la libertad, la inteligencia y el afecto de pobre gente como nosotros. De nuevo hay que citar a Eliot, que en este cuadro invita a rezar por la Iglesia, el Cuerpo de Cristo encarnado, y también a no retrasarnos en el trabajo, a no desperdiciar el tiempo: «sáquese el barro del pozo, corte la sierra la piedra, no se extinga el fuego en la fragua».
Publicado en Alfa y Omega.