El día de San José se ha cumplido el quinto aniversario del inicio «oficial» del pontificado del Papa Francisco, elegido por Dios, con la mediación de los cardenales, como sucesor del Papa Benedicto XVI en la Sede de Pedro, con quien ha mostrado una continuidad total querida por Dios, que es quien, en definitiva, lleva la Iglesia y nunca la abandona, y, no lo olvidemos, elige el Papa que la Iglesia y el mundo necesitan.
Damos gracias a Dios por este don que está siendo para la Iglesia y para la humanidad entera el Papa Francisco, Papa, como él mismo dijo, venido «del fin del mundo», de las «periferias» de la tierra, a las que la Iglesia –todos sus hijos– ha de llegar, hemos de llegar, con el Evangelio, «el gozo o la alegría del Evangelio», para usar el título de su exhortación apostólica [Evangelii Gaudium], tan luminosa e iluminadora como programa de la Iglesia para el momento presente y los próximos años.
Veo en sus palabras, en una conversación privada antes del cónclave, y en el nombre elegido por él para su pontificado –Francisco– la clave de interpretación, luz que ilumina su actuar. Es un hecho: las gentes, particularmente los sencillos y limpios de corazón, los pobres y los que sufren, desde el primer momento lo recibieron y acogieron con gran alborozo, con ese gozo que es el anuncio, la llegada, la presencia del Evangelio, de la Buena Noticia que los hombres, especialmente los pobres y necesitados esperan. Una gran corriente de esperanza, sin ninguna exageración, se ha despertado por doquier. ¡Cuántas veces nos ha urgido: «No os dejéis robar la esperanza»!
Todo está siendo muy revelador de que, en verdad, lo que Dios quiere en este pontificado es abrir a la esperanza a los hombres contemporáneos, «capaces de lo mejor y de lo peor», que se abran a una esperanza grande y nueva, la única que puede saciar sus corazones insatisfechos. Es lo que el Papa está haciendo. Sus viajes y sus signos están siendo muy elocuentes en este sentido del Evangelio de la misericordia y de que los pobres están siendo evangelizados.
Ahí tenemos, desde el comienzo, el conmovedor y relámpago viaje a Lampedusa; o su visita a Asís, con todo lo que evoca la figura del Poverello de Asís, San Francisco, especialmente conmovedor en aquel encuentro con los más pobres; o su gran apelación ante el conflicto de Siria; o su viaje a Río de Janeiro en Brasil con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud, de los más necesitados de misericordia y más heridos de hoy, aunque parezca lo contrario, ante los que no podemos pasar de largo como en la parábola del Buen Samaritano; y además, allí mismo, ofreció ese signo tan elocuente de su visita a la favela, no como espectador y turista, sino «mojándose » de verdad y sin populismo de ningún tipo; o su último viaje a Chile o Perú, con su visita a la Amazonía…
Basten estos signos, aunque podríamos seguir enumerando y enumerando otros muchos signos… ¿Cuál es la razón última de esto en este Papa, como en Teresa de Calcuta, en Francisco de Asís, y en esa pléyade ingente de servidores de los pobres porque han descubierto y ven en ellos al mismo Cristo? No es otra que el encuentro con Cristo en la oración, el encuentro con Dios misericordioso en la eucaristía, o en la penitencia, o en la adoración. Dios, Cristo que vive, es la razón última. ¡Qué providencial y qué bien hace Dios las cosas! Cuando aquella tarde del 13 de marzo era elegido, y cuando otro 13 de marzo en el que se cumplía un año de la elección del Papa Francisco, a la misma hora, donde estábamos haciendo ejercicios espirituales con el Papa, como todos los días, a la mismísima hora, nos encontrábamos todos en adoración eucarística ante el Señor. Ahí está el secreto de este Papa de la misericordia y de la esperanza, de alegría y del Evangelio: sólo en Dios que es amor, y esto es lo que afirmamos en la adoración, por la que entramos en comunión con Él y para que la Iglesia toda entregue el Evangelio de la misericordia, que tiene como destinatarios y beneficiarios preferenciales los pecadores y los pobres y como realización «una Iglesia de los pobres y para los pobres».
Recemos por el Papa, recemos mucho, como él nos pide constantemente desde su elección. Y, como dijo en su primera homilía en la Capilla Sixtina, es hora «de caminar, de edificar la Iglesia, de confesar el nombre de Cristo», con el que no haremos otra cosa que edificar la Iglesia y avanzar en el camino, renovarla y reproducir aquel sueño de San Francisco sobre la capilla de San Damián: reconstruir la Iglesia, presencia de Cristo.
Publicado en La Razón el 21 de marzo de 2018.