Cuando utilizamos la palabra crisis en términos colectivos damos por supuesto que nos referimos a su dimensión socioeconómica. Es así porque en una medida u otra vivimos instalados en ella desde hace una década, si bien ahora ya no va de economía si limitamos nuestra mirada al crecimiento del PIB, pero sigue siendo, y muy fuerte, social. Pero por debajo de esta, en la roca madre, vivimos instalados en la onda temporal mucho más larga de una crisis moral. Para que no haya malentendidos, concreto su significado: la dificultad colectiva para identificar el bien, lo justo y lo necesario. Esto es una crisis moral.
Nuestra sociedad de la desvinculación confunde el bien con la preferencia, aquello que elijo; la justicia, con lo que me conviene; y lo necesario, con lo que deseo. Y esto es así porque, abandonados los cánones de la cultura cristiana secular, nada la ha sustituido excepto la subjetividad más radical, guiada, no por el razonar ilustrado, sino por la emoción. De ahí que el republicanismo, en su sentido cívico, por mucho que se predique, resulte imposible porque ha desaparecido la razón de la vida en común, sustituida por la emoción, como es bien notorio en ese escaparate social que es la política.
Nuestra sociedad, sus instituciones, y sistema educativo, hablan y no paran de valores, pero lo hacen de una forma desarticulada, como en tantos otros aspectos de la vida. Pero ¿qué valores son, cómo se condicionan entre sí, cuál es su jerarquía? En todo esto el relato al uso ya no entra. De hecho, nunca ha habido más “valores” y menos axiología (la disciplina que los estudia), porque en este tiempo la filosofía sistemática ha pasado a mejor vida. Pero con ser esto negativo no es lo peor, porque los valores sin virtudes son una abstracción exterior a nuestro obrar, una cáscara vacía, como vacía está nuestra educación en la virtud, a pesar de que ellas son precisamente las prácticas que nos permiten alcanzar los valores con los que se relacionan. Para entendernos rápido: no puede cesar la corrupción sin personas honestas, una virtud personal, ni la discriminación salarial sin personas justas, ni los abusos sexuales sin hombres prudentes y templados.
Deberíamos volver a dialogar sobre las virtudes, aunque la cultura dominante haya condenado la palabra al destierro, como muchas otras: moral, deber, sacrificio…
Esta crisis moral se manifiesta continuamente, de manera que llegados a un punto estalla el escándalo, sin que ello remedie nada. De ”telecarroña” han sido calificados algunos programas de televisión por el tratamiento dado al hallazgo del cuerpo del niño Gabriel, cuya trágica suerte se ha visto acrecentada por el morboso hecho de que fuera la pareja del padre la autora confesa de su muerte. Pero no han sido solo determinados programas de televisión, ha sido la radio, y muchos periódicos los que han dedicado páginas y páginas a excitar las emociones, en lugar de acotarlo como un suceso aciago, que debe tratarse con mesura, algo que incluye los minutos y los centímetros cuadrados a él dedicados. No ha sido la primera vez ni será la última que esto suceda, mientras la única lógica del periodismo sea alimentar los sentimientos de todo tipo bajo la justificación del deber de informar. Y aquel motor del emotivismo alcanza su versión peor, una vez más, en las redes sociales, donde siempre el espíritu de justicia se troca en vocación de venganza.
Todo esto son manifestaciones de la crisis moral. Como lo fue también que, quienes deberían de ser ejemplares en sus conductas públicas, los miembros del Congreso de los Diputados, mostraron, sin excepciones, su miseria moral, tanto en el debate de las pensiones, como en el de la pena de prisión permanente revisable. Después alguno tomaba conciencia del desastre y pedía perdón por las redes. Algo es algo, aunque sea poca cosa.
En la Grecia antigua uno de los peores insultos era ser tildado de “apolítico”. Para nosotros resulta difícil de entender porque constituye casi un elogio. La causa de la diferencia radica, como siempre, en el marco de referencia de cada sociedad. Para el griego la política era la aplicación de las respectivas virtudes personales a los asuntos colectivos; ser apolítico significaba carecer de todo atributo virtuoso, de ahí la gravedad del descalificativo. A eso es precisamente, a lo que nos conformamos hoy en día, alienados por la idea que con leyes ya no es necesaria la virtud.
Publicado en La Vanguardia.