El oxímoron, recurso retórico formidable que puede servirnos para explicar delicadezas místicas (recordemos a San Juan de la Cruz: «soledad sonora», «música callada», etcétera) y estados anímicos paradójicos (recordemos a Garcilaso de la Vega: «tempestad serena», «dulce lamentar», etcétera), se convierte en contorsión grotesca del idioma o vergonzante eufemismo en manos de politicastros. Así ocurre cuando hablan de “prisión permanente revisable”; pues saben que no pueden hablar de cadena perpetua, ya que su idolesa doña Constitución aboga por la reinserción del delincuente.
Pero, como señaló con gran cinismo Gregorio Peces-Barba refiriéndose precisamente a la Constitución, «el problema del derecho es el problema de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación». Quien quiera introducir la cadena perpetua (o cualquier eufemismo u oxímoron semejante) en un ordenamiento positivista como el nuestro no tiene más que seguir el cínico consejo de Peces-Barba y esperar a tener mayoría en el Congreso (o sea, la fuerza que está detrás del poder político) y en el Tribunal Constitucional (o sea, la fuerza que está detrás de la interpretación de las leyes). Y todo lo demás son mandangas. Pretender legitimar el cinismo relativista propio del positivismo jurídico metiendo en el guiso a los padres de las víctimas es montar sobre una hipocresía inmunda otra todavía más fétida. Allá donde hay un legislador con sentido de la Justicia, no hace falta “escuchar” a ninguna víctima.
Estas cuestiones sólo se podrán tratar cabalmente cuando las leyes sean auténtico Derecho; es decir, cuando se funden en la virtud de la Justicia, que nos enseña que todo derecho personal se funda en un deber correlativo. Entonces tendrá derecho al bien de la vida quien se someta al deber de respetar las vidas ajenas; quien no lo haga, declinará su derecho y, por lo tanto, podrá ser despojado del bien de la vida (aunque no de su derecho a salvar su alma, pues Dios será entonces el único que podrá “revisar” su condena terrenal “permanente”). En cambio, mientras las leyes no se funden en la virtud de la Justicia, la preocupación por la salvación del alma del criminal se sustituye por su sucedáneo terrenal, que es la “reinserción”; y su derecho a la vida se vuelve absoluto, aunque infrinja el deber correlativo y se dedique a quitársela alevosamente a otros.
Para afrontar seriamente esta cuestión habría, en primer lugar, que desembarazarse de hipocresías. Así, habría que recordar que la cadena perpetua, al igual que todos sus eufemismos u oxímoros, son subterfugios crueles de la pena de muerte. Pues lo que estos subterfugios postulan es la plena disponibilidad de la vida por parte del poder público mediante la privación de libertad, hasta su consunción física; lo cual es mucho más cruel que la pena de muerte, que sólo abrevia fulminantemente la vida del condenado, evitándole sufrimientos estériles. Tanto la pena de muerte como sus subterfugios pueden ser recursos punitivos legítimos en casos excepcionales, allá donde el Derecho se funda en la virtud de la Justicia. En cambio, allá donde el derecho es una componenda positivista/relativista, dependiente de «la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación», pueden convertirse en instrumentos peligrosísimos para la persecución del inocente (simplemente porque disienta o estorbe).
«Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino juntas de ladrones?», se preguntaba San Agustín. Entregar instrumentos penales tan extremos a cínicos que hacen depender las leyes «de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación» es aún más peligroso que entregar yesca y pedernal a Eróstrato.
Publicado en ABC el 17 de marzo de 2018.