El 28 de enero pasado, en el vuelo de regreso del Papa Francisco de la Jornada Mundial de la Juventud en Panamá, una periodista le pregunta: “Santo Padre, hemos visto por cuatro días a todos estos jóvenes rezar con mucha intensidad; se puede imaginar que de todos estos jóvenes algunos quieran entrar a la vida religiosa; se puede también pensar que algunos tengan vocación; quizá alguno está dudando, pensando que es un camino difícil sin poder casarse; ¿es posible pensar que en la Iglesia católica, siguiendo el rito oriental, usted permitirá a hombres casados ser sacerdotes?” De la respuesta, que da el Papa desde el corazón, quiero mencionar dos cosas: enseguida recuerda lo que dijo el Papa Pablo VI: “Prefiero dar la vida antes de cambiar la ley del celibato” y su sentir personal: “Personalmente, pienso que el celibato es un don para la iglesia”.
Como este tema está en el candelero, me gustaría compartir un resumen personal de las reflexiones que hizo del tema el predicador pontificio padre Raniero Cantalamessa en el retiro que dirigió a los obispos de Estados Unidos entre el 2 y el 8 de enero pasado y publicó el National Catholic Register.
Estar con Cristo significa compartir su celibato por el Reino
Jesús les reveló a sus discípulos una manera especial de estar con Él, una forma más radical de compartir su misión: los que “decidieron no casarse a causa del Reino de los Cielos” (Mt 19,12) para estar totalmente dedicados al Evangelio, como estaba el propio Jesús. Esto, afuera de la Iglesia, es usualmente visto con sospecha y lástima, donde “celibato” evoca la idea de un problema no resuelto o un tema “candente” en vez de un compromiso abrazado libremente y un regalo de la gracia. El celibato hoy no se está viviendo con un sentido de serenidad, y la profundidad de su fecundidad no llega a concretarse.
La castidad perfecta a causa del Reino era, es y siempre será parte del diseño de Cristo. El celibato, esto es, la posibilidad de elegir seguir a Jesús en esta forma radical y hermosa, no puede ser erradicada.
Se exploran cuatro dimensiones del celibato:
La dimensión profética del celibato presbiteral
Desde que el Reino de los Cielos ya ha venido y, en Cristo, la salvación definitiva ya está trabajando en el mundo, es posible que algunas personas, llamadas por Dios, puedan elegir vivir, aquí y ahora, como la gente va a vivir en el estado ansiado en el Reino, donde la gente “no tendrá nada que ver con el matrimonio, como tampoco no tendrá nada que ver con la muerte” (Lc 20,34-36).
Esta dimensión profética de la virginidad y el celibato por causa del Reino yace precisamente en esto. A través de su propia existencia, este estado de vida muestra cómo será el estado definitivo de los seres humanos. Este estado de vida profético, lejos de oponerse a la gente casada, es por el contrario para su ventaja. Les recuerda que el matrimonio es santo, hermoso, creado por Dios, y redimido por Cristo, pero eso no es toda la historia; no es “el final de la historia”. El matrimonio es algo atado a este mundo, y por lo tanto transitorio.
Desde una perspectiva de la Biblia, un individuo no es sólo lo que él o ella esté determinado a ser al nacer, sino también lo que él o ella es llamado a convertirse a través del ejercicio de la libertad en obediencia a Dios. Ser "humano" es una vocación, donde no somos llamados a vivir en una relación eterna como pareja, sino a vivir una relación eterna con Dios.
La dimensión misionera del celibato
Es claro que el celibato no implica esterilidad sino, por el contrario, denota una fertilidad enorme, un tipo de fertilidad diferente, espiritual más que física. Pero un ser humano está compuesto tanto de espíritu y cuerpo, no solamente un cuerpo. Entonces, por su naturaleza, la fertilidad espiritual es también exclusivamente humana. Para un presbítero, la ausencia de experiencias de paternidad espiritual en generar hijos en la fe a través de su proclamación del evangelio representa una verdadera “impotencia”.
La dimensión conyugal del celibato
El texto de 1 Cor 7, 31-35 declara que uno renuncia al matrimonio “por el Señor”, esto es, por una persona. Este desarrollo no es, sin embargo, debido a San Pablo, sino al mismo Jesús porque, después de morir y resucitar por nosotros, se ha vuelto “el Señor” y ha hecho de la Iglesia su Esposa (ver Ef 5, 25 ss).
La fuerza y la belleza del celibato presbiteral consisten en un amor por Cristo que está compuesto de ágape y eros, esto es, de sacrificio, del donarse uno mismo, de fidelidad, pero también de deseo, gozo, pasión, y admiración. Si estamos atraídos por el otro sexo, debemos ofrecerlo como una parte especial de nuestro “sacrificio viviente”, es exactamente lo que he elegido ofrecer por el Reino y por el Señor. Nicolás Cabasilas (1320-1391) escribe: “Desde el comienzo, el deseo humano estuvo hecho para ser evaluado y medido por el deseo por Cristo, y es un tesoro tan grande, tan amplio, que es capaz de abarcar incluso a Dios… Él, entonces, es el reposo [del alma] porque solamente Él es bondad y verdad y todo lo demás que ésta desea”.
Jesús es el hombre perfecto. En él se encuentran, en un grado infinitamente superior, todas estas cualidades y expresiones de atención personal que un hombre busca en una mujer y una mujer busca en un hombre. Su amor no necesariamente nos aísla de la atracción del otro sexo. Esto es parte de la naturaleza humana que el propio Dios ha creado y no quiere destruir. Sin embargo, este amor nos da la fuerza para superar esas otras atracciones porque es una atracción que es más poderosa.
La dimensión carismática del celibato
Si el celibato o la virginidad es esencialmente un carisma, entonces es una “manifestación del Espíritu”, porque así es como es definido un carisma en el Nuevo Testamento (ver 1 Cor 12, 7). Y si es un carisma, entonces es más un don recibido de Dios que un don dado a Dios. Un carisma es un gratia gratis data, un regalo gratuito. El dicho de Jesús “No fuiste tú el que me elegiste, sino Yo que te eligió” (Jn 15, 16) aplica, entonces, a los célibes y a las vírgenes de una manera especial. No se elige el celibato para entrar en el Reino sino debido a que el Reino ha entrado en él o ella.
Creo que no hay ni una sola persona consagrada que no haya entendido o intuido en algún momento que estaba recibiendo la mayor gracia de Dios después del bautismo.
Si el celibato es un carisma, entonces debe ser vivido carismáticamente, o sea, en la forma que usualmente una persona se relaciona con un don. Ante todo, primero con humildad. Algunos Padres de la Iglesia terminan diciendo que una persona incontinente que es humilde es mejor que un célibe orgulloso. Vivir la castidad con humildad significa no presumir de la propia fuerza, reconociendo la vulnerabilidad de uno, y apoyándose sólo en la gracia de Dios a través de la oración.
Segundo, si el celibato es un don del Espíritu, debe ser vivido con libertad porque “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3, 17). Esta libertad es, por supuesto, interna, no externa, y significa la ausencia de problemas psicológicos, escrúpulos, ansiedad, y miedo. Un gran mal se le ha hecho al celibato y la virginidad en el pasado cuando este estado de vida fue envuelto de una multitud de miedos, dudas, advertencias de “¡cuidado sobre esto; estar atento por aquello!” haciendo de esta vocación una clase de camino donde en todos los letreros se lee “¡Peligro! ¡Peligro!”. Para vivirlo con libertad es útil tener una conciencia saludable que acepte la dimensión sexual de nuestras vidas. El célibe y la virgen han renunciado a un ejercicio activo de la sexualidad pero no a la propia sexualidad. Se puede sublimar el instinto sexual sin destruirlo, espiritualizándolo y haciéndolo servir a metas igualmente valiosas a los seres humanos.
Finalmente, si la castidad es un carisma, debería ser vivido con gozo. La mejor propaganda para las vocaciones es un presbítero alegre, calmo y en paz. A través de su vida simple, testifica que Jesús es capaz de llenar su vida y hacerlo feliz. Debemos tener el coraje de invitar a los hombres jóvenes a acoger la vocación presbiteral no a pesar del celibato sino debido al mismo, o por lo menos también debido al mismo.
Conclusión
Me gustaría reiterar estas palabras contundentes de Cantalamessa: “La castidad perfecta a causa del Reino era, es y siempre será parte del diseño de Cristo”. Lo que me trajo a la mente lo que le dice Jesús a los Apóstoles sobre la continencia en las visiones de la mística y beata Ana Catalina Emmerick: “La obligación de la continencia perfecta, Jesús la expuso a los Apóstoles en forma de interrogatorio. Él preguntaba, por ejemplo, ‘¿Puedes hacer tal o cual cosa al mismo tiempo?’ y Él hablaba del sacrificio que debía ser ofrecido, todo lo cual llevaba a la perfecta continencia como conclusión. Él citaba como ejemplos a Abraham y a otros Patriarcas que, antes de ofrecer sacrificios, siempre se purificaban y observaban una larga continencia”.
Como hombre casado y padre de familia, solo me resta un profundo agradecimiento por esta forma radical y fecunda de compartir la misión de Jesús que tienen los presbíteros.
Diego Passadores, autor del libro Restañar la herida del que sufre, mi hermano, publicará en breve Amar hasta que duela, sobre el Amor de Dios, editado por la Fundación Jesús de la Misericordia.