Estamos ya en el tiempo de Cuaresma y siempre viene bien que durante estos días meditemos y busquemos razones para dar un salto en la conversión. La naturaleza humana siempre necesita reformas en el proceso hacia su madurez. Nunca hemos de pensar que todo está conseguido. La historia nos muestra los cambios que se han ido dando, y si han sido justos y sustentados en la verdad, han ayudado a crecer en todos los ámbitos de la experiencia humana. No debemos dejar para mañana lo que podamos hacer hoy porque el mañana puede ser irrecuperable. Es lo que sucede en la sociedad contemporánea: los malos hábitos entran fácilmente, pero los frutos son tan amargos que después es ya muy tarde para recuperar lo que no se ha sembrado.
Hace pocos días las noticias eran espeluznantes al comprobar que preadolescentes de 12 a 14 años habían cometido actos de violación sobre un niño de inferior edad. Todos los días se dan hechos aislados por varias regiones o de aquí o de allá. Es un termómetro que no podemos marginar sino más bien analizar y actuar. ¿Qué se puede esperar de la facilidad con la que se puede entrar en las redes sociales vinculadas a contenidos pornográficos? ¿Qué se puede esperar -en nuestra propia tierra- de los cuarticos o bajeras o los piperos si se dedican, los jóvenes, a pasar tiempo y tiempo con superficialidades y sin control de ningún tipo a costa de alcohol y otras sustancias? ¿Qué se puede esperar de los fines de semana en que se rinde culto a los instintos más bajos, al desenfreno y a los barbitúricos? Son momentos muy delicados y que requieren una profunda reflexión. Si no hay cambio o conversión, el futuro será muy duro y amargo.
Hacer referencia a este modo falso de vivir no tiene otra finalidad sino la de comprender lo que debemos trabajar durante nuestra vida y en esta Cuaresma, que nos ha de concienciar para cambiar ciertas costumbres que son nocivas en sí mismas. Es el momento para profundizar y hablar de la castidad (palabra muy denostada por las falsas ideologías) y expresar con claridad que el verdadero camino de la auténtica educación, al amor verdadero, ha de realizarse desde la niñez. “El ser humano, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según las diversas etapas de crecimiento” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 34). La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. Quien se deje llevar por sus propios instintos y sin control se perjudica a sí mismo y neutraliza la libertad a la que está llamado.
La castidad es la capacidad de vivir la sexualidad de modo verdaderamente humano, lo que supone orientar las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana a las exigencias de la razón y de la voluntad. De este modo, se adquiere el dominio de sí mismo, que posibilita vivir el don de sí y la acogida, siendo realmente libres, amando la verdad. La castidad es una virtud moral que requiere una integral y permanente educación que se adquiere en etapas graduales de crecimiento. Es principalmente, como todas las virtudes, un don de Dios, una gracia y fruto del Espíritu Santo, que la persona recibe.
El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. La exhortación a la pureza de vida viene bien expresada en la Sagrada Escritura: “Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación: que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no conocen a Dios” (1 Tes 4, 3-5). Este es el gran reto que nos debe llevar a considerar que la experiencia humana no es un juego de diversión a expensas de las apetencias egoístas sin control. Lo auténticamente humano se construye desde la nobleza más excelente y sublime del corazón.
Francisco Pérez González es el arzobispo de Pamplona y Tudela.