En estos momentos, cuando en nuestro país y en otros muchos de Occidente la libertad y la democracia están amenazadas por las leyes totalitarias de pensamiento único que pretende implantar el lobby LGTBI con la colaboración inestimable de gran parte de nuestra clase política, me parece interesante recordar lo que dice sobre ello la moral cristiana.
En el acto moral es fundamentalmente la persona la que actúa. Una moral es un sistema de normas y valores que prescriben al hombre los comportamientos que le convienen en cuanto ser humano. Lo mismo que en Psicología, también en Moral hay la necesidad de no considerar aisladamente la diversidad de actos, sino verlos en relación con la persona que los realiza. Tampoco debemos olvidar que nuestro conocimiento moral es sobrenatural, puesto que la facultad del conocimiento moral es el intelecto iluminado por la fe y bajo el influjo de la gracia, y por ello la lectura y meditación de la Sagrada Escritura puede suponer un enriquecimiento de los motivos y actitudes que nos hacen moralmente buenos a nivel de decisiones y actuaciones concretas.
La libertad supone por una parte una total dependencia de Dios, ya que el hombre recibe la posibilidad de libre elección como un don; por otra, una total independencia, pues ser libre significa poder elegir. No hay contradicción en este binomio, aunque no cabe duda de que es la fuente radical de la tentación y del pecado, pero también de la responsabilidad. Ésta supone aceptar la libertad humana, libertad que en su sentido último no debemos a otros hombres e instituciones, sino a Dios, que con su intervención salvífica en la Historia nos ofrece la posibilidad de colaborar con Él. Dios quiere que nos salvemos y hará para ello todo lo posible, menos destruir nuestra libertad.
La libertad tiene valor positivo cuando nos proporciona el paso a una mayor madurez y realización personal. La libertad moral supone una claridad para percibir el bien y el mal, ayudándonos la moral a conocer el conjunto de valores y normas que dan sentido a la acción, entendiendo por valor moral aquello que en algún aspecto tiene una significación positiva para la persona, pues favorece su realización y le conviene para llegar a su fin, es decir aquella cualidad inherente a la conducta que le hace auténticamente humana, conforme a la dignidad de la persona y de acuerdo, por tanto, con el sentido más profundo de su existencia.
Libertad no quiere desde luego decir capricho, puesto que no significa ni arbitrio total ni falta de normas, sino que supone ser capaz de aplicar las propias fuerzas a una auténtica tarea, y no consiste en hacer lo que a mí me da la gana, sino en ser capaz de mandar en mí mismo, lo que supone la ascesis o práctica de las virtudes, así como la capacidad de sacrificarse. En la medida en que el hombre se acomoda al orden querido por Dios y le obedece, obra moralmente bien, pues consigue así su realización personal, que es precisamente lo que Dios quiere de nosotros. Es decir, la moralidad de una acción consiste en la relación de esta acción libremente querida con la norma de moralidad.
Por tanto, acción moralmente buena es la que es conforme a la norma moral y se ve regulada por ella. Moralmente mala es la acción disconforme con la norma moral, aunque no debemos olvidar la importancia de las actitudes morales, pues las decisiones morales tienen una historia y una continuidad. "Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y, por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar" (Catecismo de la Iglesia Católica 1732). Para que nos entendamos, el grado ínfimo de libertad es el poder escoger entre el bien y el mal, sobre todo si escogemos éste, como hace quien engaña a su esposa, o el político que vota a favor de leyes inmorales, como las leyes de ideología de género, sin tener en cuenta el mandato de “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29 y 4,19). Hay otro grado más perfecto de libertad, que posee quien sigue a su conciencia, porque la considera la voz de Dios, y desea ser fiel a Éste porque le ama. Aquí tenemos el ejemplo de los mártires, el de los políticos honrados y el de aquellos que en el matrimonio son fieles porque aman a Dios y a su cónyuge.
Evidentemente la libertad de que disponemos es una libertad "solamente humana", es decir situada, condicionada, no una libertad angélica o divina. Por ello mi libertad debe ser motivada, y aquí intervienen, aunque no exclusivamente, los valores morales. También debe estar encarnada, siendo el cuerpo el órgano de nuestra libertad, aunque esta condición corporal sea el origen de tantas limitaciones, sujeta a múltiples condicionamientos y necesidades. Por ello la libertad humana es más liberación que libertad, es decir, libertad que se está realizando y no se ha conseguido aún plenamente.
La libertad se nos da como un germen precioso depositado en el interior de nuestra personalidad; y hay que irla desarrollando, como nuestra propia persona, en el proceso educativo de toda nuestra vida, con nuestro esfuerzo y la ayuda de otros, y muy especialmente con la gracia de Dios. Somos suficientemente libres como para hacernos responsables moralmente, pero hemos de aspirar a más, puesto que la libertad cristiana nos hace interiormente libres para decidirnos en favor de Dios por el amor, siendo el más alto grado de libertad y realización personal el amor total hacia Dios, amor que nos permite dejarnos guiar por el Espíritu. Es este Espíritu quien nos hace libres, porque "donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (2 Cor 3,17).