En todas las fases de decadencia política, mientras los pueblos se deslizan por el sumidero de la Historia, triunfan los demagogos. Así está ocurriendo en el penoso crepúsculo de las democracias occidentales; y tal vez España sea el lugar donde más palpablemente se percibe este proceso.
A simple vista, los demagogos parecen hombres flojos y acomodaticios, chisgarabises de los que los pueblos se pueden librar fácilmente; pero, precisamente porque florecen en tiempos de decadencia, cuando las resistencias declinan y las sociedades están inmersas en un proceso de descomposición (entre otras razones, porque los demagogos se han encargado de promoverlo y acelerarlo), acaban imponiéndose. En el demagogo brilla, sobre todas sus lacras personales, su propensión a la mentira. El demagogo es un hombre intrínsecamente embustero (aunque, desde luego, una vez descubierto, podrá decir que no ha mentido, sino «cambiado de opinión»). Miente con risueña naturalidad, como el común de los hombres come o respira; y lo hace sin remordimiento alguno de conciencia, porque carece de escrúpulos morales.
Otra nota característica del demagogo es la cobardía. Puesto que es un lorito sin ideas propias, que se nutre de lugares comunes y de paparruchas eufónicas que seducen a los ilusos, jamás se revelará contra los paradigmas culturales que interesan a la plutocracia, sino que por el contrario tratará de impulsarlos hasta nuevos finisterres (porque así sabe que cobrará su recompensa). También se adherirá sin esfuerzo a todas las vulgaridades del vulgo; pues, de algún extraño modo, el demagogo, para mover a la muchedumbre, se deja arrastrar con ella, convirtiéndose él mismo en un hombre más de esa muchedumbre, tan vulgar como el resto, tan egoísta como el resto, con sus mismos gustos plebeyos y aspiraciones bajunas. Por supuesto, el demagogo propiciará que los pueblos chapoteen en los albañales de la envidia y el resentimiento, convirtiendo la convivencia social en un semillero de odios. No medirá las consecuencias de sus actos; no le importará provocar grandes convulsiones y trastornos; no se recatará de forzar los diques de la ley, ni de debilitar las instituciones, ni aun de alterar los más elementales fundamentos antropológicos. Y es que al demagogo no le inquieta en absoluto el destino de su pueblo; y todas las acciones que acomete por irresponsabilidad no le provocan el más mínimo cargo de conciencia. La prudencia y la previsión no atemperan su juicio; su motor es la audacia desenfrenada y la pura pulsión de conquistar y mantener el poder. Por supuesto, actuará siempre sin medir las consecuencias de sus actos, en volandas de la inmediatez, atrapado en ese ‘cortoplacismo’ que el vértigo de nuestro siglo favorece.
En su Política, Aristóteles señala que «los demagogos son bajos aduladores del pueblo. El hombre de corazón recto ama, no adula». Pero el amor exige a veces la corrección severa, exige negar el capricho, exige refrenar las pulsiones de quienes no desean ser amados, sino tan sólo agasajados, encumbrados, endiosados a costa de la comunidad política. De modo que el demagogo, a sabiendas de la inconsistencia o imposibilidad de sus promesas, usará con infinita impudicia la lisonja, para enardecer las pasiones más viles de las masas cretinizadas. Así, estimulará el odio de los pobres contra los ricos (y viceversa), de las mujeres contra los hombres (y viceversa), de los jóvenes contra los viejos (y viceversa), de los negros contra los blancos (y viceversa), etcétera. Estimulará, en fin, todos los antagonismos sociales posibles (y aun los inventados), asegurándose de que en todos ellos se deslice, como elemento insidioso y corrosivo, la ponzoña del resentimiento, que sin embargo se esforzará por presentar muy aseadamente, bajo la apariencia de ‘ampliación de derechos’, de ‘justicia histórica’, de ‘igualdad’ o cualquier otra paparrucha eufónica.
Por supuesto, en el horizonte del demagogo no existe el bien común. Carece de metas definidas; veleidoso y oportunista, sólo se guía por las tendencias de la fugaz actualidad, haciendo de las masas cretinizadas y fácilmente moldeables el trampolín de su apoteosis. En una época como la nuestra, donde los demagogos han encontrado su Jauja, sólo nos resta un consuelo. En otras épocas, los demagogos sumaban, a las ambiciones propias de su mala índole, rasgos de genialidad que los tornaban mucho más peligrosos. En la época presente, nuestros demagogos son meros pillastres iletrados y figurines inanes que acaban mostrando su verdadero rostro más pronto que tarde. Al menos en esto descubrimos que no estamos del todo dejados de la mano de Dios.
Publicado en XLSemanal.