El Papa Francisco comienza su mensaje para la Cuaresma recordando que “una vez más, nos sale al encuentro la Pascua del Señor”. La Cuaresma es, por tanto, encuentro y camino hacia la Pascua. Desde el primer día, el mismo miércoles de ceniza, hemos de vivir intensamente la experiencia cuaresmal sin dejar de mirar hacia el encuentro pascual. Con la sabia guía de la Iglesia, los cristianos hemos de seguir un programa de vida, que nos ha de ir situando en las mejores condiciones posibles para alcanzar una vida nueva, en Cristo Jesús, nuestra Pascua Inmolada. Haremos el camino cuaresmal sostenidos con la fuerza que nos ofrece esta convicción: “El Señor es mi roca, mi alcázar, mi libertador” (Sal 17,3).
La ruta cuaresmal la hacemos sostenidos por la oración, la limosna y el ayuno. Con esas opciones de vida vamos dando los pasos que nos lleven a recuperar la sintonía entre lo que Dios, en su amor, quiere para nosotros y lo que nosotros hemos de buscar siempre en Dios. Si entramos con hondura en los medios que la Iglesia nos va ofreciendo, se podrá producir de nuevo el encuentro entre el amor de Dios y nuestra búsqueda filial, y habrá Pascua para nosotros. Sin embargo, entre el querer amoroso de Dios y lo que nosotros queremos, con frecuencia se producen, por nuestra parte, desajustes en esa sintonía, hasta el punto de que los deseos que mueven nuestra vida se alejan cada vez más y se olvidan de los de Dios. Con el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno sanaremos los achaques y enfermedades que nos han ido apareciendo poco a poco a lo largo de la vida; sobre todo, porque vivimos en medio de la contaminación de este mundo, que con tanta fuerza es capaz de influir en nosotros y en nuestras comunidades cristianas, hasta el punto de enfriarnos en la fidelidad de nuestro amor a Jesucristo.
Inspirado en el mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma, recuerdo que con la oración buscaremos a Dios, lo dejaremos que entre de nuevo en nosotros, para que nos haga descubrir los engaños en los que vivimos y especialmente para que oriente nuestra vida en su amor y en su gracia salvadora y, sobre todo, para que despeje de nuestra conciencia y de nuestros actos todos los ídolos, con sus mentiras y seducciones, que nos tienen atrapados. Con la limosna, no sólo sanaremos el egoísmo que mueve nuestras vidas, sino que descubriremos que el otro es nuestro hermano. La limosna del cristiano será una oportunidad para colaborar en la Providencia de Dios hacia los hijos más pobres y necesitados. El ayuno nos despoja de lo que no necesitamos, y eso nos da la ocasión para crecer en caridad; ayunando experimentamos cómo es el aguijón que tienen clavado los que carecen de lo indispensable.
Pues bien, así como la oración, el ayuno y la limosna son remedios imprescindibles, hay un paso fundamental que dar en el camino hacia la Pascua: se trata de la conversión. Sin romper con el pasado y sin mirar con esperanza e ilusión hacia el futuro, que de las dos cosas se trata, al camino cuaresmal le faltará el impuso esencial que necesita para avanzar. La Cuaresma es el camino para ir pasando de nuestra situación de pecado hasta la ilusión de una nueva vida; esa que sólo se alcanza por la gracia de participar en la muerte y la resurrección de Jesucristo. De hecho, quien se ha confesado abre una nueva página en blanco en el libro de su vida. Tenemos que dar, por tanto, los pasos que nos adentren en la gracia de una vida nueva, la de ser y vivir sin pecado; hemos de salir de la situación que nos llevaba a hacer el mal que no queríamos y a rechazar el bien que deseábamos (cf Rm 7,19).
La vida del hijo que abandonó la casa paterna era una desgracia, le faltaba lo principal, el calor del amor del Padre, por eso la vuelta sólo se produce cuando toma la decisión fundamental de su vida: “Volveré junto a mi Padre” (Lc 15,18). Sólo con el amor se recupera la libertad. El hijo vuelve porque descubre en su conciencia el mal, descubre una herida, la acepta y se decide a dejarse sanar. Primero hay que pasar por el orgullo herido, pero el paso es más fácil, porque enseguida se descubren los brazos abiertos de Quien nos espera. “Cuando estaba todavía lejos, el Padre lo vio y, conmovido, corrió a su encuentro” (Lc 15,20).
En realidad, para que el Sacramento de la Reconciliación sea valorado en todas sus posibilidades, hemos de tener una clara y recta formación de la conciencia. “¿Tenemos una idea clara de la conciencia? ¿No vive el hombre contemporáneo bajo la amenaza de un eclipse de la conciencia, de una deformación de la conciencia, de un entorpecimiento o de una “anestesia” de la conciencia?” (Reconciliación y Penitencia, 18). Hemos de dejar que la Iglesia nos forme en un sentido religioso del pecado, que nos ayude a descubrir que es una ruptura consciente, voluntaria y libre de la relación con Dios, con la Iglesia, con nosotros mismos, con los demás y con la creación. Es ruptura de la comunión con Dios, de la comunión fraterna y de la comunión con el orden de la creación. Por nuestra parte, hemos de cultivar el sentido de la responsabilidad personal, pues la verdadera conversión reclama la responsabilidad personal e intransferible de cada uno. Formar nuestra conciencia es decisivo para poder valorar el Sacramento de la Penitencia; pues la falta de formación nos lleva necesariamente a una pérdida de sentido del pecado y, por tanto, a un abandono de la práctica del sacramento, que nos puede situar de nuevo en un Laudato Si’ en la amistad con Dios, en la fraternidad hacia todos mis hermanos y en el respeto, sin fisuras, a toda ecología, empezando por la humana.
En esa formación del sentido de responsabilidad ante el pecado, la Iglesia ha de presentar la confesión como un don de Dios, que nos libera y nos salva. Sólo así el Sacramento será comprendido como una gran ayuda para la vida y podrá tener un papel fundamental en la recuperación de la esperanza del hombre contemporáneo. De hecho, este Sacramento es un don de Dios, Padre misericordioso, que perdona las infidelidades de sus hijos y recomienza con ellos una relación nueva en el amor. Un sabio y exitoso modo de afinar la conciencia de pecado nos lo ofrece el recorrer cuidadosamente los cinco pasos que hemos de dar al acercarnos al Sacramento de la Reconciliación: examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
Examen de conciencia. El primer paso será descubrir todo aquello que ha ido, poco a poco, apegándose a nuestra vida; todo lo que, en sentimientos, deseos, actitudes, obras e incluso omisiones, nos ha ido desfigurando, hasta el punto de no reconocernos en la belleza y la verdad con que siempre hemos soñado para nosotros mismos, porque así nos diseñó el mismo Dios y así orientó nuestra vida: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquiero hasta que descanse en Ti”, como dijo San Agustín. El pecado sólo se reconoce cuando aprendemos a preguntarnos qué ha podido pasarme para estar así; cuando reconocemos que algo ha ido cambiando nuestra vida y, sobre todo, comprobamos que ya no somos felices; que ya no nos gustamos como somos cuando nos miramos en el espejo de Dios. Por eso, lo primero ha de ser un sincero y a fondo examen de conciencia, que nos lleve a descubrir la gravedad de nuestros pecados y la situación en la que nos han dejado.
Dolor del corazón. Un examen de conciencia, si es sincero, si es de un ser humano maduro y creyente, inevitablemente ha de producir dolor de corazón por vernos como nos vemos y, sobre todo, por haber abandonado y ofendido el amor que nos sostenía. Solamente lleva al arrepentimiento el descubrir la contradicción entre el amor de Dios y nuestros pecados. Necesitamos ser conscientes de cómo nos hiere el pecado para poder acudir a quien nos ha de curar; necesitamos encontrarnos con el amor de Jesús abandonado, porque allí, en su corazón, está su perdón y su misericordia. El arrepentimiento nos ha de llevar al amor de Dios que cura. Sólo se cambia cuando nos sentimos perdonados; sólo el perdón nos ofrece futuro; sin perdón, sin embargo, se va congelando nuestra vida en el mal.
Propósito de enmienda. La vuelta al amor de Dios en la confesión se ha de hacer con una convicción: quiero volver, porque quiero ser feliz al verme libre de estas ataduras que llevo en mi conciencia y que entristecen mi alma; necesito librarme de lo que ahora no me permite tener la vida en la que sueño; no quiero volver a ser como soy ahora, no quiero que se instale en mí el pecado. Quiero hacer lógico y cierto este pensamiento de San Agustín: “Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste, para que Dios salve lo que hizo” (San Agustín). Un buen propósito de enmienda es siempre imprescindible para acercarnos hasta el umbral de la gracia del perdón; ese que siempre hay que traspasar buscando el encuentro con la alegría de la gracia que me libera del mal. Tenemos que ver el Sacramento de la Reconciliación como el que rescata, redime, libera, el que me ha de convencer de que soy distinto a como me comporto, de que mi vida no es el pecado, sino la gracia.
Decir los pecados al confesor. Al Sacramento de la Reconciliación hemos de ir a abrir el corazón con la verdad de nuestra vida: con lo que nos pesa, nos duele y con lo que buscamos poner ante el perdón de Dios. No valen ciertos sucedáneos de confesiones, en las que, con generalidades, procuramos evitar decir todo lo que necesita ser sanado por la gracia misericordiosa del Padre. No basta con un maquillaje, hay que romper con el pasado para que se produzca un cambio real en nuestra vida. Nadie nos puede sanar de lo que no manifestamos que nos duele. Es verdad que a veces los diagnósticos no son fáciles y quizás sea la luz de una buena acogida y una mejor atención la que nos ponga en el camino de la verdad y de la sanación. Pero hemos de procurar no salir de la confesión sin que aparezcan, con su nombre y sus circunstancias, los pecados. Si no hay verdad del corazón, sería preferible no acercarse al Sacramento. La confesión es presentarse delante del Señor tal y como somos. Sólo con la sinceridad del corazón se sale del sacramento de la Penitencia con la alegría del perdón. Y esto sucede así porque Dios busca el bien que hay en nosotros para convertirlo en alegría, aunque no ignore el mal del que nos libera.
Cumplir la penitencia. El pecado es siempre una injusticia cometida que necesita reparación. Por eso, cuando aún está fresca en nosotros la alegría del perdón, hemos de expresarnos con obras de misericordia y amor a los demás. La penitencia nos anima a empezar de nuevo la vida de gracia que hemos reencontrado, que sólo se alimenta con obras buenas. La oración, la limosna y el ayuno de la Cuaresma nos pueden orientar muy bien en el camino penitencial, que no es recordar lo malo que he sido, sino redescubrir lo bueno que puedo ser. Con la alegría de la gracia se va reconstruyendo, poco a poco, la vida en las virtudes.
Si, tras este recorrido por nuestra conciencia, no llegáramos a la confesión, es que no ha habido conversión; ésta se habrá quedado, si llegó a entrar en ella, en algo genérico y sin concreción. Este recorrido conversión-confesión hay que hacerlo siempre, pero sobre todo se hará en la Cuaresma. Por eso, sabiamente la Iglesia nos invitaba al cumplimiento pascual, que como todos recordamos se hacía masivamente y también muchos muy sinceramente. Quizás no nos guste lo de cumplimiento, tampoco a mí; pero eso no es más que una adulteración de la verdad que nos enseña: que sin conversión a Dios, sin la gracia que recibimos en el Sacramento de la Reconciliación, no hay vida pascual.
Por eso me vais a permitir que os recuerde, especialmente en estos días cuaresmales, algunas cosas que, según parece, es necesario que se vuelvan a decir con insistencia:
a ) Vivir en gracia de Dios tiene que convertirse de nuevo en una necesidad humana y espiritual para los que creemos en Jesucristo; eso significa que no hay que darle ninguna tregua al pecado: confesión cuanto antes, para recuperar pronto la paz y la alegría de la gracia.
b) El Sacramento de Reconciliación, sacramento del perdón, ha de recuperar el protagonismo pastoral que nunca debió de perder. Será en la Iglesia misionera el sacramento a buscar y el sacramento a Recordemos que es un precioso obsequio del Señor Resucitado a la Iglesia naciente, esa que tuvo tanta y tan intensa misión por delante: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,22-23).
c) Sólo tras haber encontrado el perdón y la gracia sacramental podemos dar nuevos pasos en nuestra vida cristiana, uno de ellos será la participación en la Comunión eucarística, a la que no deberíamos de acercarnos si no estamos en gracia de Dios. Al deseo de recibir el cuerpo de Cristo le ha de preceder el intenso deseo de prepararnos para poder comulgar, si lo necesitamos.
d) Es muy recomendable la confesión frecuente: la necesitamos para el perdón y para recuperar el clima de amor de Dios, que si no frecuentamos este sacramento vamos perdiendo en nuestra vida. Como nos ha dicho el Papa Francisco: “celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un abrazo afectuoso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre”. La confesión fomenta una unión más íntima con el Señor.
e) Es posible, que haya transcurrido mucho tiempo desde que nos confesamos la última vez, sin embargo, desearíamos hacerlo. Pues bien, no hemos de tener miedo de acercarnos al Sacramento, el sacerdote está preparado para acogernos con amor. No te preocupes si no sabes muy bien cómo confesarte, seguro que te van a ayudar; pero lo más importante es que lo que tengamos que confesar, además de tener verdadera sustancia, lo expongamos con mucha sinceridad. Hemos de preocuparnos, sobre todo, de abrir el corazón para que salga de él todo lo que ha de ser perdonado y sanado.
Hoy son muchos los que han abandonado el sacramento de la Reconciliación y, por su cuenta, han decidido que en cuestión de pecados se entienden directamente con Dios. El problema es que Dios no quiere entenderse con ellos sólo así. Su voluntad es que el perdón de los pecados, además de poner nuestro corazón ante Él, lo busquemos y encontremos por medio de la Iglesia. Dios quiere que expresemos nuestros pecados cara a cara en la Iglesia; Él sabe muy bien que nuestra tendencia natural es echarle tierra a ciertos asuntos de nuestra vida sin resolverlos nunca del todo. Por eso, es bueno que tengamos en cuenta que el miedo o la vergüenza que nos pueda dar el confesar los pecados a un sacerdote, que por cierto siempre representa a Jesús, queda compensado por la alegría de encontrarnos de pronto libres de cargas y acogidos por el amor misericordioso de Dios que la confesión de los pecados nos garantiza.
“Jesús da a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. Es un poco difícil comprender cómo un hombre puede perdonar los pecados, pero Jesús da este poder. La Iglesia es depositaria del poder de las llaves, de abrir o cerrar al perdón. Dios perdona a todo hombre en su soberana misericordia, pero Él mismo quiso que, quienes pertenecen a Cristo y a la Iglesia reciban el perdón mediante los ministros de la comunidad. A través del ministerio apostólico me alcanza la misericordia de Dios, mis culpas son perdonadas y se me dona la alegría. De este modo Jesús nos llama a vivir la reconciliación también en la dimensión eclesial, comunitaria. Y esto es muy bello. La Iglesia, que es santa y a la vez necesitada de penitencia, acompaña nuestro camino de conversión durante toda la vida. La Iglesia no es dueña del poder de las llaves, sino que es sierva del ministerio de la misericordia y se alegra todas las veces que puede ofrecer este don divino” (Papa Francisco, audiencia general, 20 de noviembre de 2013).
Por su parte la Iglesia ha de ser diligente en ofrecer el Sacramento de la Penitencia. Sobre todo, porque ella es protagonista en cada celebración. Cuando el sacerdote confiesa no representa solamente a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con él, que lo alienta y acompaña en al camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Por eso, el Sacramento de la Reconciliación debería de tener una programación pública y estable, como la tiene cualquier sacramento y otros servicios de la Iglesia en nuestras parroquias. No basta con que sea una oferta ocasional y en tiempos especiales del año litúrgico, como Adviento y Cuaresma. Poder confesarse cuando se necesite debe ser un servicio siempre accesible, más accesible de lo que hoy es.
No obstante, el tener ciertas dificultades para confesarnos, no pude ser ninguna disculpa para no salir del pecado, para vivir tranquilamente como si no nos pasara nada. Hay que buscar la confesión, hay que ir al encuentro de Cristo, que me acoge en la persona del sacerdote, en cualquiera de las formas con que se celebre el Sacramento de la Penitencia; siempre que estas formas garanticen o lleven a la confesión y la absolución individual.
En esta Cuaresma no nos olvidemos de que, en el caminar de nuestra Iglesia diocesana hacia el sueño misionero de llegar a todos, necesitamos el aire fresco de cristianas y cristianos renovados por la fuerza, la libertad, la alegría y la esperanza que nos da la gracia del Sacramento de la Reconciliación. En efecto, la nueva evangelización saca su vida y su fuerza de la santidad de los cristianos; y la santidad necesita de la conversión, del encuentro con Cristo que acontece en este sacramento. Por eso, el cristiano debe obtener de la confesión una verdadera fuerza evangelizadora. “La nueva evangelización parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito”. Hay, por tanto, una verdadera necesidad del encuentro con Cristo para poder participar en la nueva evangelización. Además, es evidente que el Sacramento de la Reconciliación es la cumbre de todo proceso de evangelización y de conversión.
Os propongo con un especial interés el Sacramento de la Reconciliación para el camino de discípulos misioneros que en estos momentos todos estamos haciendo a la luz de nuestro Plan de Pastoral. Me apoyo en la propuesta que hizo el magisterio de San Juan Pablo IIen Novo Millennio Ineunte: “Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación […] ¡No debemos rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis contemporáneas! Los dones del Señor – y los sacramentos son de los más preciosos – vienen de Aquél que conoce bien el corazón del hombre y es el Señor de la historia”.
Espero, y os lo pido de corazón a todos, que no dejemos de dar el paso de la conversión a la confesión. Por eso me sumo a este precioso texto del Papa Francisco: “¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!” (EG 3).
Santa Cuaresma para una Feliz Pascua de Resurrección.
Con mi afecto y bendición.
Monseñor Amadeo Rodríguez Magro es obispo de Jaén.